domingo, 2 de octubre de 2016

La mujer que renunció a su humanidad

Las ruedas chirriaban en el silencio de la noche mientras Anne las empujaba por la tierra humedecida por el rocío. Era ese, y el cantar de las chicharras, los únicos sonidos que quebraban cada noche el silencio de aquel parque fantasma, lleno de vida durante las horas de sol.  Aquel chirriar había acompañado a Anne durante los últimos diez años.

Anne empujaba un carro de la compra oxidado porque no tenía otra opción. En aquel carro se encontraba todo lo que era Anne. Ropa vieja recuperada  de los contenedores, latas de comida caducada que todavía podría servir para combatir el hambre y cientos de recuerdos quebrados. Pero lo que no contenía aquel carro, ni tampoco Anne, era vergüenza ni autocompasión.

Las circunstancias de la vida la habían expulsado de la sociedad. En un mundo cada vez más despiadado, a nadie le importaba que una mujer fuera despedida del trabajo por quedarse embarazada. Ni que el supuesto amor de su vida la abandonara por no estar  preparado para formar una familia. Tampoco a nadie le importaba que Anne no  pudiera hacer frente a un alquiler, que nadie le diera una oportunidad por ser una futura madre soltera y que por ello acabara tirada en la calle como un perro callejero. Sin embargo, lo que menos le importaba a la gente de todo aquello, quizás porque preferían no saber o no sentir, era lo que había quebrado el alma de Anne para toda la eternidad.

Una fría noche de invierno, entre cartones, al calor de una fogata alimentada por una silla vieja hecha pedazos, Anne tuvo su primer encuentro con el odio encarnado. Ella solo dormía, no le había hecho daño a nadie. Pero tres desalmados decidieron divertirse a costa de una inocente. Lo único que ella notó fue que la arrancaban de sus sueños a puntapiés. Aquellos tres seres que no merecían ser llamados humanos le apalearon y patearon, incluso uno de ellos, en varias ocasiones, le golpeó con una barra de metal. Cuando se cansaron, o quizás cuando aquello perdió la inexistente gracia que para esos dementes pudiera tener, se marcharon sin más.

Anne se quedó allí tendida, inmóvil, inexpresiva. Una cáscara vacía, inerte y quebrada. Pero por dentro, Anne bullía. El miedo la devoraba por dentro como un parásito frenético. Las heridas de los golpes recientes palpitaban, llenándola de dolor y reclamando atención como un niño malcriado. Pero lo que más le dolía en aquel momento eran la sensaciones de indefensión y de injusticia que todavía la apaleaban desde dentro. Pero ahí no acabó su tortura.

El día siguiente, gobernado por el viento y la lluvia que calaba hasta los huesos, en un cajero abandonado, el hijo de Anne dejó este mundo sin siquiera haberlo pisado. Esa criatura inocente había sido engullida por la inclemencia y la marginación, y ya jamás sabría de qué color es el cielo o cómo era la cara de su madre. Al atardecer, mientras el mundo se cubría de tinieblas, el corazón de Anne se convirtió en la negrura en sí misma cuando tuvo que parir a su hijo muerto sin ayuda de nadie. Lo sostuvo en brazos, sin vida, cubierto de sangre, y observó sus facciones casi formadas. Y lloró.

Anne pensaba en su hijo todos los días. Pero había aceptado la situación. A veces, hasta se alegraba de que el pequeño no tuviera que haber vivido en aquel mundo rabioso dispuesto a devorar todo lo bueno. Lo único que el pequeño había conocido era el amor de su madre. El cariño inconmensurable que la mujer había sentido en el momento en el que había estado segura, antes incluso de ninguna prueba o de que ningún médico se lo dijera, de que su pequeño ya vivía en su interior. Su hijo tenía que saber que el amor de una madre es como una pradera bañada por el sol en verano, hermosa, sin mácula alguna, sin límites. Un terreno cálido y embriagador que invita a la libertad, a la alegría y a la vida. No en vano su corazón había sido, durante un tiempo, el corazón de su hijo, y cuando el pequeño tuvo el suyo propio, ambos bailaron al unísono.

Anne también había aceptado su nueva vida mucho tiempo atrás. Aquel carro oxidado lleno de basura era, igualmente, un monumento a la libertad. Ahora estaba fuera de la sociedad .  Había renunciado a su condición de humana. Ahora, era mucho menos,  y a la vez, mucho más.

Fue empujando aquel carro cuando Anne cayó al suelo. Los años en la calle cada vez se notaban más. Los días sin comida y sin una cama en la que descansar plácidamente la habían destrozado. En ocasiones, su cuerpo no podía más y su mente se desvanecía.

-Anne... -escuchó, aún en sueños, -Anne.

Cuando abrió los ojos, vio esos ojos naranjas que tanto habían visto con una enorme pupila negra en la que casi podía verse reflejada. Las plumas negras, verdes y moradas del animal eran majestuosas. Anne nunca había entendido cómo las estúpidas personas podían llamar a criaturas tan bellas ratas del aire. ¡Además, como si ser una rata fuera un insulto! Si de verdad querían faltar, deberían haberlas llamado personas del aire.

-¡Anne! -graznó de nuevo Sorko, una de las palomas del parque.

La primera vez que Anne había escuchado la Voz de un animal, pensó que algo había hecho clic en su cabeza.

-¡Mierda, se me ha terminado de ir! -fue su reacción inmediata.

Sin embargo, ya había entendido que simplemente, había aprendido a escuchar. Las personas habían olvidado cómo se hace porque no les importa lo que los animales tengan que decir. Solo piensan en su especie y la opinión de los animales es simplemente obviada. Por eso, con el paso de las generaciones, los humanos simplemente habían perdido la capacidad de escuchar a los animales.

La soledad había hecho que Anne fuera capaz de despertar este don ancestral. Y cómo lo agradecía. Los animales eran mucha mejor compañía. A veces, era divertidísimo escuchar lo que les pasaba en su día a día desde una óptica tan diferente. Anne pasaba las horas absorta escuchando a ratas hablando de sus cientos de hijos (¡se sabían el nombre de todos ellos, y también el de casi todos sus nietos!), a gorriones reunidos en sus multitudinarios coloquios para comentar los mejores puntos de migas de la ciudad, a los gatos del parque, llenos de una sabiduría milenaria. 

Eran los gatos los animales más fascinantes y los que menos hablaban pero que más tenían que decir. Era solamente necesario mirarles a los ojos para darse cuenta de todo lo que un gato encierra en su interior. Eran animales serios, sensatos y muy analíticos. No había ni un movimiento, ni una palabra que no estuviera estudiado, pensado, casi coreografiado. Eran seres de perfección absoluta.

Pudiera parecer que, por su condición de depredadores, fueran los animales más odiados y temidos del parque. Pero la realidad era muy distinta a esa. Los animales no conocían ni el odio ni el miedo.

Los animales eran muy conscientes de lo que ellos llamaban las reglas de la vida. Las reglas de la vida dictaban que un animal tenía el derecho de devorar a otro siempre y cuando este fuera cazado en condiciones de igualdad. Cuando un gato cazaba a un gorrión, era costumbre que este se acercara a uno de sus siguientes coloquios para inclinarse ante los de su especie. No para pedir perdón, pues no había nada que sentir ni nada que reprochar, sino para agradecer el sacrificio y honrar a los demás gorriones, para celebrar que ellos existan y que él, gracias a ellos, pueda también existir. Esa era la verdad máxima para los animales: Existes porque alguien más existe.

Anne había aprendido que ella seguía existiendo porque todos esos increíbles seres existían. Allí, en aquel parque, se sentía una más, se sentía en casa.

domingo, 31 de julio de 2016

Vuelo Nocturno

El monstruo medía al menos quince metros de largo. No tenía alas ni extremidad alguna, como toda sierpe, pero flotaba en el aire como si fuera un ser etéreo e inmaterial. Su cuerpo serpentino estaba lleno de escamas plateadas que reflejaban la luz artificial de las farolas de la calle. Sobrevolaba los edificios con agilidad sobrenatural, esquivando frisos, toldos y carteles. La enorme cabeza era similar a la de una culebra, pero en la frente le crecían dos astas del color del bronce viejo.

Hilaís la perseguía como tantas otras veces había hecho con bestias similares. Había perdido la cuenta de cuántas vidas nauseabundas habían segado sus manos. En cuántos monstruos había hundido la plata ritual de su mandoble y su arpón. Y cuántos amigos habían caído en el camino. Después de todo, ser un Custos no era un trabajo fácil, y ser un ayudante de Custos lo era aún menos.
Los Custodes habían protegido a los humanos desde los tiempos en las que aún habitaban en las cavernas. Tiempos que ya no se recuerdan, de los que hemos olvidado muchas cosas. Cuentan que los hombres conquistaron la noche con la invención del fuego. Sin embargo, antes del fulgor carmesí, no estábamos indefensos.

Aquel monstruo que sobrevolaba la estación de trenes de Sainte Clémence no era el primero que llegaba a nuestro mundo. Ni tampoco sería el último. Desde que nuestra realidad existe, hemos recibido la visita de un sinfín de criaturas dispuestas a devorar cuanto encontraran a su paso. Puede que en la cadena alimentaria de la realidad estuviéramos en la cúspide, pero, ¿y si hubiera otras cadenas superiores a esta?

Sin embargo, no todas las criaturas eran malignas. Los Custodes, con el tiempo, habían aprendido a convocar a seres de otros planos a los que pedir ayuda para combatir las amenazas que asolaban su mundo. Eluberyel era uno de ellos.

El ave poseía un plumaje rojo y dorado que brillaba en la noche con la intensidad de un pequeño sol. Era mucho más pequeño que la sierpe voladora, pero de extremo a extremo de sus alas medía unos seis metros. Le rodeaba un halo luminoso rojo, y de vez en cuando de su mismo interior brotaba una llamarada. El animal contaba con poderosas garras y un pico capaz de desgarrar el metal, y sus ojos dorados podían ver en la noche con total claridad. Pero la cualidad más notoria de aquella criatura residía en su interior.

Eluberyel poseía el conocimiento de una criatura que ha vivido mil vidas. El saber de alguien que ha visto el primer amanecer y la paciencia de quien sabe que verá el último. Sabía los nombres verdaderos de Todo, y había surcado cielos que ya ni siquiera existen. Eluberyel había ardido y surgido de sus propias cenizas tantas veces que no existían números suficientes para poder contarlas.

Sobre la grupa del fénix, de pie, viajaba Hilaís. De los cuarenta y dos años que había cumplido el último octubre, se había pasado treinta combatiendo contra las criaturas invasoras. A los doce años despertó su Visión, y pudo contemplar los horrores que hasta entonces habían estado reservados para las más oscuras pesadillas. Poco después de empezar a ver cosas extrañas, habían aparecido en el umbral de su puerta esos dos tipos raros con chaqueta para llevárselo en un coche rojo inmoralmente caro.

Lo que más le dolía a Hilaís de aquella época era la poca negativa de sus padres para que aquellos tipos se lo llevaran. Es más, parecían casi estar encantados con la idea, como si se quitaran un peso de encima. Es verdad que nunca había tenido una buena relación con ellos. Hasta los siete años, la mayor parte del tiempo la había pasado con su abuela, ya que sus dos progenitores trabajaban. Cuando ella murió, se quedó en casa, solo, sin más compañía que la de los libros de la biblioteca de su padre.

Hilaís también tenía una hija, pero hacía ya mucho tiempo que apenas tenía relación con ella. Desde que se divorció de su mujer, cada vez había sido más difícil poder pasar tiempo con la pequeña hasta que, cuando tenía nueve años, su ex mujer se la llevó a otro país. Desde entonces solo hablaba con ella por teléfono. Al principio, una vez al día. Luego, un par de veces a la semana. Finalmente, todo quedó en una llamada muy de vez en cuando. Cada vez que hablaban la situación se volvía más incómoda para los dos. Eran dos desconocidos fingiendo conocerse. No es que Hilaís no quisiera a su hija, pero desconocía tantas cosas sobre ella que no sabía cómo abordar sus conversaciones. Y la niña apenas había pasado tiempo con su padre, por lo que cada vez más, lo percibía como a un extraño. Además, la última vez que habían hablado por teléfono había llamado papá a ese cabrón de Bill, el tipo por el que su mujer le dejó.

Pero ahora nada importaba. Solo el aire cortando su rostro mientras surcaba la noche sobre Eluberyel. Solo la sierpe que, con su cola, había roto ya varias ventanas y que, cuando tuviera hambre, entraría sin miramiento en alguna casa para arrancar a alguna persona inocente de la comodidad de su cama. En esos instantes no era Hilaís Xanders, era un Custos, un Guardián del Umbral.

-¡Sierpe! -gritó al monstruo al que perseguía. -No perteneces a este mundo.

El animal siseó y aumentó la velocidad de su vuelo. Hilaís agitó las riendas del fénix para poder alcanzar a la serpiente. Apuntó con el lanza arpones al lomo de la criatura y disparó.

Una descomunal saeta silbó en la noche, y la sierpe lanzó un grito escalofriante que hizo que las alarmas de varios coches se lanzaran en una arrítmica sinfonía cuando la punta de plata del arpón la atravesó. Del otro de extremo, una cadena, unía a ambas bestias voladoras.

Hilaís soltó las riendas de Eluberyel y comenzó a caminar por la cadena como un habilidoso acróbata. La sierpe viró, cambió la trayectoria varias veces y se lanzó en picado para desestabilizar al hombre, pero esa no era la primera vez que Hilaís se enfrentaba a una criatura en el aire y, usando manos y piernas, pudo mantenerse en el aire sin problema. A medida que se acercaba, la criatura se retorcía más y más, y. cuando Hilaís se encontraba a un par de metros de distancia, partió la cadena de un fortuito coletazo.

Hilaís se agarró lo más fuerte que pudo, y la cadena se balanceó sobre una amplia avenida llena de coches. La cadena, en su vaivén, se dirigió contra la fachada acristalada de un edificio de oficinas, pero Hilaís amortiguó en golpe con sus piernas. Escaló por la cadena hasta llegar a Eluberyel y se colocó de nuevo en la grupa del animal. Accionó una manivela para recoger la cadena y reanudó el vuelo en busca de la sierpe.

En ese momento, Hilaís pudo escuchar cómo algo escupía a su espalda e, instintivamente, hizo que Eluberyel virara a la izquierda para esquivar un proyectil de ácido proveniente de la sierpe, que ahora no era la cazada sino la cazadora.

Se acercó por detrás al fénix y le lanzó una dentellada a la cola. Le arrebató varias plumas que, tras escupirlas, se deshicieron en esquirlas brillantes en el cielo nocturno.

Hilaís controló al animal para que cayera en picado, y la sierpe se zambulló tras ellos contra el mar de asfalto que se extendía bajo ellos. Mientras caían como dos meteoritos rojo y negro que danzaban en los aires nocturnos, Hilaís podía notar el viento arañándole la cara, agitando su ropa ignífuga, silbando junto a sus oídos melodías olvidadas. El corazón le palpitaba con vehemencia, marcando el compás frenético de un tambor de guerra.

Cuando estaban a punto de estrellarse contra la carretera, Hilaís dio un súbito tirón a las riendas de Eluberyel, y el animal describió un giro imposible que le hizo subir de nuevo, cruzándose en su camino con la sierpe de retorcidas astas. Fintó a la derecha en un habilidoso aleteo y esquivó la furiosa dentellada de la bestia serpentina, momento que Hilaís aprovechó para girar como un habilidoso bailarín a la par que desenfundada su mandoble argénteo. De una acometida, hundió la espada en el lomo de la sierpe, la deslizó por ella un par de metros, como el dedo de un amante por la espalda desnuda de una joven, y la extrajo de un tirón para alejarse en dirección a las nubes.

La sierpe gritó con fuerza al notar cómo la plata se infiltraba en su cuerpo viscoso, y gritó aún más cuando salió de él como una paloma al abandonar un funesto campanario. No pudo controlar la inercia de su planeo y se estrelló contra el asfalto, recorriendo varios metros y destruyendo el firme a su paso. En su estrepitosa caída, la sierpe volcó varios coches, y la noche se llenó del estruendo del metal, del canto de miles de cristales quebrados y del ulular de las alarmas.

Lejos de sentirse derrotada, silbó, agitó la cola amenazadoramente y emprendió de nuevo el vuelo. Cuando despegó, una lluvia de sangre negra brotó de la herida.

Cientos de luces comenzaron a encenderse y a disipar las tinieblas nocturnas, e Hilaís supo que tendría que alejar de allí a la bestia o la próxima sangre en regar la ciudad sería roja. Eluberyel graznó con su poderoso cantar y brilló con fuerza en los aires como un rojo cometa, lo que hizo que la sierpe no pudiera evitar abalanzarse contra el ígneo monstruo alado.

Hilaís buscó en la bolsa deportiva que tenía atada sobre el lomo del animal y tomó una escopeta recortada. Sabía que las balas de plata no funcionaban contra los invasores, pues la moderna pólvora causaba una inexplicable reacción que hacía que estas no penetraran en sus cuerpos, pero los cartuchos cargados con ancestral sal de roca, desde la distancia adecuada, causaba estragos. Especialmente cuando esta había sido bendecida dentro de un círculo ritual.

-¡Vamos, ven aquí! -gritó Hilaís, invitando a la criatura a seguir el encarnizado combate.

El animal siseó mientras aumentó su velocidad. Poco a poco iba ganando terreno, y se acercaba peligrosamente. Hilaís había puesto rumbo a un estadio de fútbol cercano. A esas horas de la madrugada, el sitio sería perfecto para acabar con la amenaza sin causar más daños materiales, y sobre todo, para no causar ninguna víctima.

La sierpe volaba tras Eluberyel. Flotaba en el aire a escasos metros, Hilaís podía oler su apestoso hedor. Agitó de nuevo las riendas, pidiéndole a su compañero alado que volara más rápido, pero el animal ya había alcanzado su velocidad máxima. La sierpe acabó alcanzando al fénix. Ambas bestias volaban en paralelo, uno encima del otro, como dos luminarias que surcaban la noche estrellada. Eluberyel aprovechó para atacar a la sierpe con sus afiladas garras, pero la escurridiza criatura esquivó los ataques y aprovechó para  clavar sus astas en el vientre del ave.

La cornamenta de la sierpe entró en el cuerpo del fénix como dos sádicos cuchillos, y esta gritó triunfal al sentir cómo la sangre hirviente del animal empezó a caer sobre ella como un diluvio dador de vida. Agitó la cabeza con violencia, para mover las astas y causar aún más dolor al gigantesco pájaro.

Eluberyel comenzó a graznar desesperadamente. Consiguió hundir a ambos lados del lomo de la sierpe los cuchillos que formaban sus garras, y trató de librarse del agarre de las astas que rasgaban y dañaban sus entrañas. Ambas bestias comenzaron a girar en el cielo violentamente, e Hilaís no pudo aguantar más sujeto a su montura y salió despedido a gran velocidad.

Así, a la luz de la luna menguante, las estrellas interrumpieron su sueño por culpa de los rugidos de dolor de aquellos seres ancestrales. Los tres caían contra la tierra una vez más. La sierpe y el fénix, atrapados en su macabro abrazo, penetrándose y desgarrándose el uno al otro en un éxtasis de rabia, pasión y dolor. Hilaís, por su parte, caía en picado, desvalido, indefenso, preparándose para encontrar la muerte entre los edificios de cristal y hormigón y los habitantes que había intentado proteger.