El monstruo medía al
menos quince metros de largo. No tenía alas ni extremidad alguna, como toda
sierpe, pero flotaba en el aire como si fuera un ser etéreo e inmaterial. Su
cuerpo serpentino estaba lleno de escamas plateadas que reflejaban la luz artificial
de las farolas de la calle. Sobrevolaba los edificios con agilidad
sobrenatural, esquivando frisos, toldos y carteles. La enorme cabeza era
similar a la de una culebra, pero en la frente le crecían dos astas del color
del bronce viejo.
Hilaís la perseguía
como tantas otras veces había hecho con bestias similares. Había perdido la cuenta
de cuántas vidas nauseabundas habían segado sus manos. En cuántos monstruos
había hundido la plata ritual de su mandoble y su arpón. Y cuántos amigos habían
caído en el camino. Después de todo, ser un Custos no era un trabajo fácil, y
ser un ayudante de Custos lo era aún menos.
Los Custodes habían
protegido a los humanos desde los tiempos en las que aún habitaban en las
cavernas. Tiempos que ya no se recuerdan, de los que hemos olvidado muchas
cosas. Cuentan que los hombres conquistaron la noche con la invención del
fuego. Sin embargo, antes del fulgor carmesí, no estábamos indefensos.
Aquel monstruo que
sobrevolaba la estación de trenes de Sainte Clémence no era el primero que
llegaba a nuestro mundo. Ni tampoco sería el último. Desde que nuestra realidad
existe, hemos recibido la visita de un sinfín de criaturas dispuestas a devorar
cuanto encontraran a su paso. Puede que en la cadena alimentaria de la realidad
estuviéramos en la cúspide, pero, ¿y si hubiera otras cadenas superiores a
esta?
Sin embargo, no todas
las criaturas eran malignas. Los Custodes, con el tiempo, habían aprendido a
convocar a seres de otros planos a los que pedir ayuda para combatir las
amenazas que asolaban su mundo. Eluberyel era uno de ellos.
El ave poseía un
plumaje rojo y dorado que brillaba en la noche con la intensidad de un pequeño
sol. Era mucho más pequeño que la sierpe voladora, pero de extremo a extremo de
sus alas medía unos seis metros. Le rodeaba un halo luminoso rojo, y de vez en
cuando de su mismo interior brotaba una llamarada. El animal contaba con
poderosas garras y un pico capaz de desgarrar el metal, y sus ojos dorados
podían ver en la noche con total claridad. Pero la cualidad más notoria de
aquella criatura residía en su interior.
Eluberyel poseía el
conocimiento de una criatura que ha vivido mil vidas. El saber de alguien que
ha visto el primer amanecer y la paciencia de quien sabe que verá el último.
Sabía los nombres verdaderos de Todo, y había surcado cielos que ya ni siquiera
existen. Eluberyel había ardido y surgido de sus propias cenizas tantas veces
que no existían números suficientes para poder contarlas.
Sobre la grupa del
fénix, de pie, viajaba Hilaís. De los cuarenta y dos años que había cumplido el
último octubre, se había pasado treinta combatiendo contra las criaturas
invasoras. A los doce años despertó su Visión, y pudo contemplar los horrores
que hasta entonces habían estado reservados para las más oscuras pesadillas.
Poco después de empezar a ver cosas extrañas, habían aparecido en el umbral de
su puerta esos dos tipos raros con chaqueta para llevárselo en un coche rojo
inmoralmente caro.
Lo que más le dolía a
Hilaís de aquella época era la poca negativa de sus padres para que aquellos
tipos se lo llevaran. Es más, parecían casi estar encantados con la idea, como
si se quitaran un peso de encima. Es verdad que nunca había tenido una buena
relación con ellos. Hasta los siete años, la mayor parte del tiempo la había
pasado con su abuela, ya que sus dos progenitores trabajaban. Cuando ella
murió, se quedó en casa, solo, sin más compañía que la de los libros de la
biblioteca de su padre.
Hilaís también tenía
una hija, pero hacía ya mucho tiempo que apenas tenía relación con ella. Desde
que se divorció de su mujer, cada vez había sido más difícil poder pasar tiempo
con la pequeña hasta que, cuando tenía nueve años, su ex mujer se la llevó a
otro país. Desde entonces solo hablaba con ella por teléfono. Al principio, una
vez al día. Luego, un par de veces a la semana. Finalmente, todo quedó en una
llamada muy de vez en cuando. Cada vez que hablaban la situación se volvía más
incómoda para los dos. Eran dos desconocidos fingiendo conocerse. No es que
Hilaís no quisiera a su hija, pero desconocía tantas cosas sobre ella que no
sabía cómo abordar sus conversaciones. Y la niña apenas había pasado tiempo con
su padre, por lo que cada vez más, lo percibía como a un extraño. Además, la
última vez que habían hablado por teléfono había llamado papá a ese cabrón de
Bill, el tipo por el que su mujer le dejó.
Pero ahora nada
importaba. Solo el aire cortando su rostro mientras surcaba la noche sobre
Eluberyel. Solo la sierpe que, con su cola, había roto ya varias ventanas y que,
cuando tuviera hambre, entraría sin miramiento en alguna casa para arrancar a
alguna persona inocente de la comodidad de su cama. En esos instantes no era
Hilaís Xanders, era un Custos, un Guardián del Umbral.
-¡Sierpe! -gritó al
monstruo al que perseguía. -No perteneces a este mundo.
El animal siseó y
aumentó la velocidad de su vuelo. Hilaís agitó las riendas del fénix para poder
alcanzar a la serpiente. Apuntó con el lanza arpones al lomo de la criatura y
disparó.
Una descomunal saeta
silbó en la noche, y la sierpe lanzó un grito escalofriante que hizo que las
alarmas de varios coches se lanzaran en una arrítmica sinfonía cuando la punta
de plata del arpón la atravesó. Del otro de extremo, una cadena, unía a ambas
bestias voladoras.
Hilaís soltó las riendas
de Eluberyel y comenzó a caminar por la cadena como un habilidoso acróbata. La
sierpe viró, cambió la trayectoria varias veces y se lanzó en picado para
desestabilizar al hombre, pero esa no era la primera vez que Hilaís se
enfrentaba a una criatura en el aire y, usando manos y piernas, pudo mantenerse
en el aire sin problema. A medida que se acercaba, la criatura se retorcía más
y más, y. cuando Hilaís se encontraba a un par de metros de distancia, partió
la cadena de un fortuito coletazo.
Hilaís se agarró lo más
fuerte que pudo, y la cadena se balanceó sobre una amplia avenida llena de
coches. La cadena, en su vaivén, se dirigió contra la fachada acristalada de un
edificio de oficinas, pero Hilaís amortiguó en golpe con sus piernas. Escaló
por la cadena hasta llegar a Eluberyel y se colocó de nuevo en la grupa del
animal. Accionó una manivela para recoger la cadena y reanudó el vuelo en busca
de la sierpe.
En ese momento, Hilaís
pudo escuchar cómo algo escupía a su espalda e, instintivamente, hizo que
Eluberyel virara a la izquierda para esquivar un proyectil de ácido proveniente
de la sierpe, que ahora no era la cazada sino la cazadora.
Se acercó por detrás al
fénix y le lanzó una dentellada a la cola. Le arrebató varias plumas que, tras
escupirlas, se deshicieron en esquirlas brillantes en el cielo nocturno.
Hilaís controló al
animal para que cayera en picado, y la sierpe se zambulló tras ellos contra el
mar de asfalto que se extendía bajo ellos. Mientras caían como dos meteoritos
rojo y negro que danzaban en los aires nocturnos, Hilaís podía notar el viento
arañándole la cara, agitando su ropa ignífuga, silbando junto a sus oídos
melodías olvidadas. El corazón le palpitaba con vehemencia, marcando el compás
frenético de un tambor de guerra.
Cuando estaban a punto
de estrellarse contra la carretera, Hilaís dio un súbito tirón a las riendas de
Eluberyel, y el animal describió un giro imposible que le hizo subir de nuevo,
cruzándose en su camino con la sierpe de retorcidas astas. Fintó a la derecha
en un habilidoso aleteo y esquivó la furiosa dentellada de la bestia
serpentina, momento que Hilaís aprovechó para girar como un habilidoso bailarín
a la par que desenfundada su mandoble argénteo. De una acometida, hundió la
espada en el lomo de la sierpe, la deslizó por ella un par de metros, como el
dedo de un amante por la espalda desnuda de una joven, y la extrajo de un tirón
para alejarse en dirección a las nubes.
La sierpe gritó con
fuerza al notar cómo la plata se infiltraba en su cuerpo viscoso, y gritó aún
más cuando salió de él como una paloma al abandonar un funesto campanario. No
pudo controlar la inercia de su planeo y se estrelló contra el asfalto,
recorriendo varios metros y destruyendo el firme a su paso. En su estrepitosa
caída, la sierpe volcó varios coches, y la noche se llenó del estruendo del
metal, del canto de miles de cristales quebrados y del ulular de las alarmas.
Lejos de sentirse
derrotada, silbó, agitó la cola amenazadoramente y emprendió de nuevo el vuelo.
Cuando despegó, una lluvia de sangre negra brotó de la herida.
Cientos de luces comenzaron
a encenderse y a disipar las tinieblas nocturnas, e Hilaís supo que tendría que
alejar de allí a la bestia o la próxima sangre en regar la ciudad sería roja.
Eluberyel graznó con su poderoso cantar y brilló con fuerza en los aires como
un rojo cometa, lo que hizo que la sierpe no pudiera evitar abalanzarse contra
el ígneo monstruo alado.
Hilaís buscó en la
bolsa deportiva que tenía atada sobre el lomo del animal y tomó una escopeta
recortada. Sabía que las balas de plata no funcionaban contra los invasores,
pues la moderna pólvora causaba una inexplicable reacción que hacía que estas
no penetraran en sus cuerpos, pero los cartuchos cargados con ancestral sal de
roca, desde la distancia adecuada, causaba estragos. Especialmente cuando esta
había sido bendecida dentro de un círculo ritual.
-¡Vamos, ven aquí!
-gritó Hilaís, invitando a la criatura a seguir el encarnizado combate.
El animal siseó
mientras aumentó su velocidad. Poco a poco iba ganando terreno, y se acercaba
peligrosamente. Hilaís había puesto rumbo a un estadio de fútbol cercano. A
esas horas de la madrugada, el sitio sería perfecto para acabar con la amenaza
sin causar más daños materiales, y sobre todo, para no causar ninguna víctima.
La sierpe volaba tras
Eluberyel. Flotaba en el aire a escasos metros, Hilaís podía oler su apestoso
hedor. Agitó de nuevo las riendas, pidiéndole a su compañero alado que volara
más rápido, pero el animal ya había alcanzado su velocidad máxima. La sierpe
acabó alcanzando al fénix. Ambas bestias volaban en paralelo, uno encima del
otro, como dos luminarias que surcaban la noche estrellada. Eluberyel aprovechó
para atacar a la sierpe con sus afiladas garras, pero la escurridiza criatura
esquivó los ataques y aprovechó para clavar
sus astas en el vientre del ave.
La cornamenta de la
sierpe entró en el cuerpo del fénix como dos sádicos cuchillos, y esta gritó
triunfal al sentir cómo la sangre hirviente del animal empezó a caer sobre ella
como un diluvio dador de vida. Agitó la cabeza con violencia, para mover las astas
y causar aún más dolor al gigantesco pájaro.
Eluberyel comenzó a
graznar desesperadamente. Consiguió hundir a ambos lados del lomo de la sierpe
los cuchillos que formaban sus garras, y trató de librarse del agarre de las
astas que rasgaban y dañaban sus entrañas. Ambas bestias comenzaron a girar en
el cielo violentamente, e Hilaís no pudo aguantar más sujeto a su montura y
salió despedido a gran velocidad.
Así, a la luz de la
luna menguante, las estrellas interrumpieron su sueño por culpa de los rugidos
de dolor de aquellos seres ancestrales. Los tres caían contra la tierra una vez
más. La sierpe y el fénix, atrapados en su macabro abrazo, penetrándose y
desgarrándose el uno al otro en un éxtasis de rabia, pasión y dolor. Hilaís,
por su parte, caía en picado, desvalido, indefenso, preparándose para encontrar
la muerte entre los edificios de cristal y hormigón y los habitantes que había
intentado proteger.