¿Merecen las buenas personas morir solas? Esa era una
cuestión que siempre le reconcomía la cabeza a Blackbird. Le revoloteaba
insistentemente como una pesada mosca en verano. Desde luego, ¿quién era él
para juzgar si alguien merecía o morir? ¿O para decir quién era buena persona o
no?
Aquellos pensamientos eran especialmente recurrentes en
mitad de las madrugadas. Llegaban a su dormitorio y le arrancaban el sueño a
zarpazos, como una bestia voraz. Al final, desistía en su intento de volver a
zambullirse en los mundos oníricos y se levantaba de la cama dispuesto a hacer
algo más provechoso que dar vueltas en el colchón. De camino a la sala de
estar, pasó por el umbral del dormitorio de su madre. El cuarto estaba vacío. Y
así permanecería para siempre. Su madre jamás volvería a ocuparlo.
Murió sola en mitad de una multitud. Porque estar en mitad
de un bullicio no es lo mismo que estar acompañado. Allí, en mitad de aquel
gentío, nadie conocía a Laura Blackbird. Nadie sabía que le gustaba el olor de
las naranjas al pelarlas. A nadie le importó cuando cayó al suelo, la vida
derramándosele por los agujeros que las balas le habían abierto en el vientre y
el pecho. Tampoco nadie se preocupó por descolgar su cadáver cuando apareció,
putrefacto y desnudo, colgado de los muros del castillo, con un cartel donde
podría leerse la palabra «monstruo» sujeto a su cuello con una cuerda raída. La
imagen del cadáver de su madre, maltratado por las inclemencias del tiempo y
los asaltos de las hambrientas alimañas de la ciudad, oscilando como si fuera
un esperpéntico péndulo, aún torturaba a Jay.
Para tratar de evadirse de aquellos horribles recuerdos, Jay
encendió la radio. Sintonizó la emisora del gobierno de la ciudad, en la que
dos teólogos discutían la precisión de las fechas en las que se habían instaurado
las celebraciones religiosas y el significado e impacto de las mismas en la
sociedad del momento. «Dioses… » se dijo Jay a sí mismo. «Como si les
importásemos lo más mínimo.» Giró la ruleta del novedoso receptor radiofónico
que su madre le había regalado por su último cumpleaños, en busca de alguna
otra emisora que le ofreciera algún entretenimiento más ameno. Cuando la aguja
marcó la frecuencia de la emisora de la Pitonisa Azul y escuchó que alguien
hablaba a través de aquella estación que él creía extinta, el corazón le dio un
vuelco.
—Porque no podemos seguir consintiendo que los de arriba nos
traten como a escoria. Porque cada día importa. La de nuestros hijos, padres o
familiares. Pero también la de nuestros vecinos, amigos o conciudadanos
desconocidos. Porque el pueblo no es nada cuando no nos preocupamos por los
demás, pero juntos, somos la mayor fuerza conocida. Por eso, queridos
camaradas, os insto a luchar por vuestros derechos. ¡Ya está bien de aguantar
el pesado yugo de la aristocracia en silencio! ¡Es la hora del pueblo!
Aquellas palabras pronunciadas por un desconocido a altas
horas de la madrugada inflamaron el alma de Jay Blackbird. Tenía razón. Ya era
hora de actuar. Su madre importaba. No estaba sola, le tenía a él. Sin dilación,
se puso el abrigo y la bufanda encima de la camiseta vieja y los pantalones que
usaba para dormir, se calzó las botas y se enfrentó al frío nocturno para dirigirse al almacén
abandonado donde aquella voz anónima citó a todos los que desearan plantarle
cara a los déspotas que les gobernaban.
Caminó entre las brumas de la noche, donde los hedores de
las cloacas se entremezclaban con los miasmas de las plantas de producción
donde trabajaban como esclavos la mayoría de los habitantes de la ciudad a
cambio de una miseria con la que pagarse un techo que se caía a pedazos y un
trozo de pan duro. Las lámparas de gas iluminaban el empedrado de la calle lleno
de charcos de barro y excrementos de caballo. Algunos carruajes aún cruzaban la
ciudad, quebrando el silencio nocturno con los cascos de los animales trotando
a través de aquella noche de luna creciente.
Cuando llegó al almacén, sus temores se disiparon. Pensaba
que aquello pudiera ser una trampa para acabar con aquellos no simpatizantes
con el régimen. De ser así, no le hubiera importado, pues sentía que no le
quedaba nada por lo que luchar. Pero no era así. Aquello estaba lleno de hombres
y mujeres dispuestos a cambiar el mundo. Era la hora de la revolución. No, nadie
merecía morir solo.