jueves, 8 de noviembre de 2018

Mañana es día de muertos

Mañana, como todos los Días de Muertos, llevarás ese vestido azul con el que te ves tan linda. Llegarás al cementerio con las lágrimas salpicándote la cara, como siempre. ¡Cómo me gustaría decirte que no es un día de tristeza, sino de festejos! Pero no importa, porque incluso así, con la mirada clavada en el suelo y el maquillaje corrido por esas estrellas que te nacen de esos ojos del color del café que te adornan el rostro, serás la mujer más bonita de todo México. No, de todo el mundo.
Al llegar este día, a veces pienso si me recordarás. Pero seamos sinceros, no necesitas recordarme, porque jamás me fui de tu mente. Me echarás de menos, como todos los días, pensando en la primera vez que nos encontramos, el primer beso que me diste, la primera sonrisa que te arranque y la que yo te regalé a ti. ¡Qué daría yo por recordar esos momentos tan especiales! Aunque puedo recordar otras cosas, como la calidez de tus abrazos cuando me sentía el muchacho más triste del mundo, lo bien que te olía el pelo o la voces tan bonitas que te salían cuando me contabas cómo te había ido el día.
Mañana, como todos los Días de Muertos, vendrás a verme. ¿Sabes un secreto? Yo te veo a ti todos los días. Pero mañana, será tu turno, y vendrás a mi nuevo hogar cargada de crisantemos, de flores de cenpasúchil y de nubecitas blancas, porque querrás que mi tumba sea la envidia de todos los que pisen el camposanto. ¡Lo que no sabes es que todos deberían envidiarme, no por un puñado de flores, sino por haberte tenido en mi vida! Limpiarás mi lápida con el mismo esmero que si me limpiaras a mí, como si quisieras verme bien guapo para las fotos que tanto nos gustaba hacernos juntos. Mientras lo haces, me hablarás de Lucho, ese viejo pulgoso. ¿Recuerdas cuántas veces lloré pensando en el día en el que tuviera que despedirme de él? Al final, sin pretenderlo, fue él quien tuvo que despedirse de mí. Que eso te sirva para aprender que las lágrimas arrancadas por las preocupaciones son un desperdicio. Que lo que esté por venir no te aflija el corazón, y que no te duela el futuro. Vive el presente, pues, como ves, nunca sabemos cuándo lo único que nos quedará será pasado.
Cuando termines en el cementerio, volverás a casa. Lo harás con pasos lentos, pesados, porque recordarás que nadie te espera cuando llegues. Entrarás en la casa y te quitarás los zapatitos rojos que tanta gracia me hacían. Te calzarás esas alpargatas tan horribles que te regalé por tu cumpleaños y te sentarás en la mesa del comedor, sin más compañía que la de la vieja radio con la que escuchábamos rancheras juntos y la de la botella de vino de la que, sin duda, te servirás un par de copas, o dos, o tres, porque solo el calor del alcohol te reconforta. Solo la sensación de quemazón en la garganta alivia la sensación de quemazón de tu corazón.
Irás después a la cocina mientras das algún que otro traspiés. Será la hora de preparar la misma comida de todos los años: mi favorita. Cocinarás esos tamales de ceniza tan deliciosos que tu abuela te enseñó a preparar cuando eras una niña. ¡La primera vez que los probé pensaba que tenía un pedacito de cielo en la boca! ¿Cómo iban a faltar en el menú? Y, por supuesto, te acordarás de hacer lo que más me gusta del mundo, y llenarás la cocina de jamoncito y palanquetas. ¿Por qué te gusta tanto consentirme?
Después vendrá la parte que menos me gustará, pues irás a la habitación a mirar mis cosas. Aspirarás el aroma de mi ropa, y no podrás reprimir las lágrimas. Ni el alcohol podrá evitar que te sientes en mi mesa, que hojees mis cuadernos una y otra vez. ¡Cómo te gustaba mi letra! ¿Recuerdas cada vez que te escribía un poema? El primero era realmente malo, pero cómo llorabas cuando lo leías. Porque lo que importaba era, como tú decías, el amor tan grande que había encerrado en un papel tan chiquito y con tan pocas letras. ¡Y es que ni te lo imaginas! ¡Ojalá te lo hubiera dicho todos los días cuando todavía tenía voz!
El peor momento vendrá cuando tomes el álbum de fotos que guardas en mi estantería. Lo colocarás en la mesa, y pasarás varios minutos en silencio, mirando la portada, juntando la entereza necesaria para comenzar a flagelar tu alma con sus páginas llenas de nosotros. Te lamerás el dedo y lo abrirás, dando paso a unos minutos de verdadera agonía. Verás mi rostro, desde que llegó a tu vida a alumbrarla más que un millón de soles, hasta que se marchó, dejándote, para siempre, en la más profunda de las oscuridades. Revivirás todos esos maravillosos momentos que compartimos y se te clavarán en el alma al saber que ya no vendrán más, igual que a mí.
Mañana, como todos los Días de Muertos, estarás triste. Pero no quiero que lo estés. Por eso escribo esta carta que tanto me gustaría poder entregarte. Porque quiero que sepas que estoy bien, que cada día lo paso a tu lado, cuidándote, enviándote todo el amor que puedo por las rendijitas que separan nuestros mundos. Que no me importa no hacerme lo suficientemente mayor para encontrar el amor, porque ya lo encontré el día que te conocí a ti, y me traje a este mundo de sombras una calidez que me ofrece cada día un pedacito del mundo de los vivos. Te espero con los brazos abiertos, guardándote todos los besos que quiero darte para llenarte la carita cuando por fin nos encontremos. Porque te echo de menos. Y porque te quiero, mamá.

Micailhuitl

El viento aullaba en las calles de la pequeña aldea, recorriendo a sus anchas las calles solitarias en la madrugada. La tormenta rugía con fuerza, arrancando a menudo a los aldeanos de los brazos de Morfeo con su insistente tronar.
Al contrario que sus vecinos, Fernanda no dormía. Hacía semanas que se había encomendado a algo más importante. No tenía tiempo que perder, el Día de Muertos había llegado y todo México estaba festejando su más célebre festival sin saber que aquel día sería, para todos los mexicanos, el último. 
¡Cuánto había sufrido a lo largo de su vida! Los otros niños, los seres más crueles del lugar, habían percibido desde bien pronto que Fernanda era especial, y por lo tanto, merecedora de todo tipo de burlas. En su inmensa creatividad, sus compañeros siempre habían inventado nuevas formas de humillarla. Los profesores, por supuesto, lo habían achacado a meras cosas de críos típicas de la edad, jueguecitos sin importancia, por lo que la muchacha había tenido que sufrir estoicamente el acoso.
Sus padres habrían luchado con capa y espada por su hija, por supuesto. Pero el destino quiso que Fernanda se quedara sola en el mundo muy pronto y que no tuviera a nadie que la cuidara. Pero el día en el que se hizo mujer, todo cambió para ella. Fernanda despertó su don, y el mundo, gris se llenó para ella de color, aunque no de tonos alegres. Todo era púrpura, naranja y rojo, colores amenazadores, aterradores y pesadillescos. Fernanda abrió los ojos por vez primera y comprendió que existía un mundo más allá del nuestro, un plano en el que las almas de los difuntos seguían viviendo tras dejar atrás sus cuerpos.
Siempre había creído que, al morir, su alma iría al más allá a reencontrarse con sus padres. Pero descubrió que los muertos no son algo afable y divertido, ni que todas las almas cruzan al lugar donde han de reencontrarse con sus familiares. Algunos muertos son seres depravados, sombras que transitan entre los mundos, demasiado resentidos con la realidad para alejarse de ella. Eran precisamente esas almas tortuosas las que pronto se convirtieron en sus amigos. Le susurraban historias de tiempos inmemoriales, oscuras narraciones que compartían un rasgo común: la venganza.
Aquel nuevo sentimiento la obsesionó. Deseó que todos pagaran por los padecimientos que ella había tenido que sufrir. Por eso, el día en el que conoció a Metzonalli en mitad de las tinieblas nocturnas, su vida se iluminó más que en ningún otro instante.
—Tú eres la elegida para abrir la puerta —susurró la antigua sombra. —Debes encontrar el ritual y romper el velo que separa ambos mundos para que los muertos podamos transitar la tierra que nos fue arrebatada. —Hablaba con una voz rasgada y vibrante que helaba el corazón de la muchacha. —Durante Micailhuitl, ambos mundos se tocarán. Será tu momento, Fernanda. 
Desde ese instante, el ritual se convirtió en la prioridad de Fernanda. Después de todo, ¿qué derecho a existir puede tener un mundo despiadado capaz de arrancarle a una niña inocente hasta la última de sus lágrimas? Con la ayuda de su mentora fantasmal, Fernanda reunió todos los ingredientes necesarios. Los huesos de unos enamorados fallecidos en su noche de bodas, crisantemos nacidos en un cementerio sin consagrar, la calavera de un séptimo hijo y velas a medio consumir de una misa de todos los santos.
Fue a la pequeña capilla de una hacienda abandonada no muy lejos de la aldea. Entró al desvencijado edificio a través de un amplio ventanal cuyos cristales habían sido hecho añicos hacía tiempo, y el cual la indómita naturaleza había reclamado por derecho propio, como atestiguaban las enredaderas que cubrían sus paredes desconchadas.
Fernanda recorrió un pequeño pasillo que discurría a través de hileras de bancos de madera podrida y llenos de excrementos de roedor y alcanzó el pequeño altar, que estaba cubierto con un paño empercudido. El pequeño sagrario de madera que presidía el lugar carecía de puertecita; alguien parecía haberla arrancado en un afán claramente profanador. A Fernanda, no le importaba. Todo cuanto ella necesitaba era el edificio y el altar sobre el que dispuso todos los elementos del hechizo tal y como Metzonalli le indicó.
A la orden de la sombra, Fernanda comenzó a recitar las palabras en el antiguo idioma Náhuatl, invocando a los antiguos dioses del territorio, implorando que escucharan su súplica y permitirieran que ambos mundos se convirtieran en uno solo. El templo se llenó de seres oscuros, espíritus que sobrevolaban la bóveda a medio derruir entre aullidos y gritos de dolor o furia. Sin previo aviso, y sin que la chiquilla se lo esperara, Metzonalli entró en el cuerpo de Fernanda dispuesto a poseerlo.
Entonces, la oscuridad de aquel templo mancillado se lleno de luz, y, ante el altar, un nuevo espíritu tomó forma: la madre de Esperanza.
—Mi pobre hija —dijo entre sollozos. —Lo siento tanto… Siento marcharme antes de tiempo y no poder cuidarte, pero siempre te vi desde la otra vida y me sentí muy orgullosa de ti. Porque tuviste el coraje de convertirte en una maravillosa mujer. Hija mía, ¿no te das cuenta de lo que estás haciendo? Solo porque algunas personas sean malas contigo, no significa que todo el mundo merezca morir. Es cierto que hay personas oscuras. Pero también existen seres llenos de luz, que se dejan la piel cada día por hacer sonreir a los demás, por defender a los indefensos. Hija, detén esta locura. No eres mala persona.
Fernanda escuchó a su madre entre lágrimas, sintiendo que, cada vez más, perdía el control de su cuerpo. Sabía que era demasiado tarde para volver atrás. Metzonalli le había engañado, tomaría su cuerpo y terminaría el ritual. Por eso usó su última voluntad para ejercer el mayor de los poderes, el perdón. Se clavó la daga en el pecho, y, mientras abandonaba la vida llevándose con ella las posibilidades de finalizar el ritual, se sintió, por fin, en paz.

domingo, 1 de julio de 2018

Morir solo


¿Merecen las buenas personas morir solas? Esa era una cuestión que siempre le reconcomía la cabeza a Blackbird. Le revoloteaba insistentemente como una pesada mosca en verano. Desde luego, ¿quién era él para juzgar si alguien merecía o morir? ¿O para decir quién era buena persona o no?

Aquellos pensamientos eran especialmente recurrentes en mitad de las madrugadas. Llegaban a su dormitorio y le arrancaban el sueño a zarpazos, como una bestia voraz. Al final, desistía en su intento de volver a zambullirse en los mundos oníricos y se levantaba de la cama dispuesto a hacer algo más provechoso que dar vueltas en el colchón. De camino a la sala de estar, pasó por el umbral del dormitorio de su madre. El cuarto estaba vacío. Y así permanecería para siempre. Su madre jamás volvería a ocuparlo.

Murió sola en mitad de una multitud. Porque estar en mitad de un bullicio no es lo mismo que estar acompañado. Allí, en mitad de aquel gentío, nadie conocía a Laura Blackbird. Nadie sabía que le gustaba el olor de las naranjas al pelarlas. A nadie le importó cuando cayó al suelo, la vida derramándosele por los agujeros que las balas le habían abierto en el vientre y el pecho. Tampoco nadie se preocupó por descolgar su cadáver cuando apareció, putrefacto y desnudo, colgado de los muros del castillo, con un cartel donde podría leerse la palabra «monstruo» sujeto a su cuello con una cuerda raída. La imagen del cadáver de su madre, maltratado por las inclemencias del tiempo y los asaltos de las hambrientas alimañas de la ciudad, oscilando como si fuera un esperpéntico péndulo, aún torturaba a Jay.

Para tratar de evadirse de aquellos horribles recuerdos, Jay encendió la radio. Sintonizó la emisora del gobierno de la ciudad, en la que dos teólogos discutían la precisión de las fechas en las que se habían instaurado las celebraciones religiosas y el significado e impacto de las mismas en la sociedad del momento. «Dioses… » se dijo Jay a sí mismo. «Como si les importásemos lo más mínimo.» Giró la ruleta del novedoso receptor radiofónico que su madre le había regalado por su último cumpleaños, en busca de alguna otra emisora que le ofreciera algún entretenimiento más ameno. Cuando la aguja marcó la frecuencia de la emisora de la Pitonisa Azul y escuchó que alguien hablaba a través de aquella estación que él creía extinta, el corazón le dio un vuelco.

—Porque no podemos seguir consintiendo que los de arriba nos traten como a escoria. Porque cada día importa. La de nuestros hijos, padres o familiares. Pero también la de nuestros vecinos, amigos o conciudadanos desconocidos. Porque el pueblo no es nada cuando no nos preocupamos por los demás, pero juntos, somos la mayor fuerza conocida. Por eso, queridos camaradas, os insto a luchar por vuestros derechos. ¡Ya está bien de aguantar el pesado yugo de la aristocracia en silencio! ¡Es la hora del pueblo!

Aquellas palabras pronunciadas por un desconocido a altas horas de la madrugada inflamaron el alma de Jay Blackbird. Tenía razón. Ya era hora de actuar. Su madre importaba. No estaba sola, le tenía a él. Sin dilación, se puso el abrigo y la bufanda encima de la camiseta vieja y los pantalones que usaba para dormir, se calzó las botas y se enfrentó al  frío nocturno para dirigirse al almacén abandonado donde aquella voz anónima citó a todos los que desearan plantarle cara a los déspotas que les gobernaban.

Caminó entre las brumas de la noche, donde los hedores de las cloacas se entremezclaban con los miasmas de las plantas de producción donde trabajaban como esclavos la mayoría de los habitantes de la ciudad a cambio de una miseria con la que pagarse un techo que se caía a pedazos y un trozo de pan duro. Las lámparas de gas iluminaban el empedrado de la calle lleno de charcos de barro y excrementos de caballo. Algunos carruajes aún cruzaban la ciudad, quebrando el silencio nocturno con los cascos de los animales trotando a través de aquella noche de luna creciente.

Cuando llegó al almacén, sus temores se disiparon. Pensaba que aquello pudiera ser una trampa para acabar con aquellos no simpatizantes con el régimen. De ser así, no le hubiera importado, pues sentía que no le quedaba nada por lo que luchar. Pero no era así. Aquello estaba lleno de hombres y mujeres dispuestos a cambiar el mundo. Era la hora de la revolución. No, nadie merecía morir solo.