jueves, 8 de noviembre de 2018

Mañana es día de muertos

Mañana, como todos los Días de Muertos, llevarás ese vestido azul con el que te ves tan linda. Llegarás al cementerio con las lágrimas salpicándote la cara, como siempre. ¡Cómo me gustaría decirte que no es un día de tristeza, sino de festejos! Pero no importa, porque incluso así, con la mirada clavada en el suelo y el maquillaje corrido por esas estrellas que te nacen de esos ojos del color del café que te adornan el rostro, serás la mujer más bonita de todo México. No, de todo el mundo.
Al llegar este día, a veces pienso si me recordarás. Pero seamos sinceros, no necesitas recordarme, porque jamás me fui de tu mente. Me echarás de menos, como todos los días, pensando en la primera vez que nos encontramos, el primer beso que me diste, la primera sonrisa que te arranque y la que yo te regalé a ti. ¡Qué daría yo por recordar esos momentos tan especiales! Aunque puedo recordar otras cosas, como la calidez de tus abrazos cuando me sentía el muchacho más triste del mundo, lo bien que te olía el pelo o la voces tan bonitas que te salían cuando me contabas cómo te había ido el día.
Mañana, como todos los Días de Muertos, vendrás a verme. ¿Sabes un secreto? Yo te veo a ti todos los días. Pero mañana, será tu turno, y vendrás a mi nuevo hogar cargada de crisantemos, de flores de cenpasúchil y de nubecitas blancas, porque querrás que mi tumba sea la envidia de todos los que pisen el camposanto. ¡Lo que no sabes es que todos deberían envidiarme, no por un puñado de flores, sino por haberte tenido en mi vida! Limpiarás mi lápida con el mismo esmero que si me limpiaras a mí, como si quisieras verme bien guapo para las fotos que tanto nos gustaba hacernos juntos. Mientras lo haces, me hablarás de Lucho, ese viejo pulgoso. ¿Recuerdas cuántas veces lloré pensando en el día en el que tuviera que despedirme de él? Al final, sin pretenderlo, fue él quien tuvo que despedirse de mí. Que eso te sirva para aprender que las lágrimas arrancadas por las preocupaciones son un desperdicio. Que lo que esté por venir no te aflija el corazón, y que no te duela el futuro. Vive el presente, pues, como ves, nunca sabemos cuándo lo único que nos quedará será pasado.
Cuando termines en el cementerio, volverás a casa. Lo harás con pasos lentos, pesados, porque recordarás que nadie te espera cuando llegues. Entrarás en la casa y te quitarás los zapatitos rojos que tanta gracia me hacían. Te calzarás esas alpargatas tan horribles que te regalé por tu cumpleaños y te sentarás en la mesa del comedor, sin más compañía que la de la vieja radio con la que escuchábamos rancheras juntos y la de la botella de vino de la que, sin duda, te servirás un par de copas, o dos, o tres, porque solo el calor del alcohol te reconforta. Solo la sensación de quemazón en la garganta alivia la sensación de quemazón de tu corazón.
Irás después a la cocina mientras das algún que otro traspiés. Será la hora de preparar la misma comida de todos los años: mi favorita. Cocinarás esos tamales de ceniza tan deliciosos que tu abuela te enseñó a preparar cuando eras una niña. ¡La primera vez que los probé pensaba que tenía un pedacito de cielo en la boca! ¿Cómo iban a faltar en el menú? Y, por supuesto, te acordarás de hacer lo que más me gusta del mundo, y llenarás la cocina de jamoncito y palanquetas. ¿Por qué te gusta tanto consentirme?
Después vendrá la parte que menos me gustará, pues irás a la habitación a mirar mis cosas. Aspirarás el aroma de mi ropa, y no podrás reprimir las lágrimas. Ni el alcohol podrá evitar que te sientes en mi mesa, que hojees mis cuadernos una y otra vez. ¡Cómo te gustaba mi letra! ¿Recuerdas cada vez que te escribía un poema? El primero era realmente malo, pero cómo llorabas cuando lo leías. Porque lo que importaba era, como tú decías, el amor tan grande que había encerrado en un papel tan chiquito y con tan pocas letras. ¡Y es que ni te lo imaginas! ¡Ojalá te lo hubiera dicho todos los días cuando todavía tenía voz!
El peor momento vendrá cuando tomes el álbum de fotos que guardas en mi estantería. Lo colocarás en la mesa, y pasarás varios minutos en silencio, mirando la portada, juntando la entereza necesaria para comenzar a flagelar tu alma con sus páginas llenas de nosotros. Te lamerás el dedo y lo abrirás, dando paso a unos minutos de verdadera agonía. Verás mi rostro, desde que llegó a tu vida a alumbrarla más que un millón de soles, hasta que se marchó, dejándote, para siempre, en la más profunda de las oscuridades. Revivirás todos esos maravillosos momentos que compartimos y se te clavarán en el alma al saber que ya no vendrán más, igual que a mí.
Mañana, como todos los Días de Muertos, estarás triste. Pero no quiero que lo estés. Por eso escribo esta carta que tanto me gustaría poder entregarte. Porque quiero que sepas que estoy bien, que cada día lo paso a tu lado, cuidándote, enviándote todo el amor que puedo por las rendijitas que separan nuestros mundos. Que no me importa no hacerme lo suficientemente mayor para encontrar el amor, porque ya lo encontré el día que te conocí a ti, y me traje a este mundo de sombras una calidez que me ofrece cada día un pedacito del mundo de los vivos. Te espero con los brazos abiertos, guardándote todos los besos que quiero darte para llenarte la carita cuando por fin nos encontremos. Porque te echo de menos. Y porque te quiero, mamá.

Micailhuitl

El viento aullaba en las calles de la pequeña aldea, recorriendo a sus anchas las calles solitarias en la madrugada. La tormenta rugía con fuerza, arrancando a menudo a los aldeanos de los brazos de Morfeo con su insistente tronar.
Al contrario que sus vecinos, Fernanda no dormía. Hacía semanas que se había encomendado a algo más importante. No tenía tiempo que perder, el Día de Muertos había llegado y todo México estaba festejando su más célebre festival sin saber que aquel día sería, para todos los mexicanos, el último. 
¡Cuánto había sufrido a lo largo de su vida! Los otros niños, los seres más crueles del lugar, habían percibido desde bien pronto que Fernanda era especial, y por lo tanto, merecedora de todo tipo de burlas. En su inmensa creatividad, sus compañeros siempre habían inventado nuevas formas de humillarla. Los profesores, por supuesto, lo habían achacado a meras cosas de críos típicas de la edad, jueguecitos sin importancia, por lo que la muchacha había tenido que sufrir estoicamente el acoso.
Sus padres habrían luchado con capa y espada por su hija, por supuesto. Pero el destino quiso que Fernanda se quedara sola en el mundo muy pronto y que no tuviera a nadie que la cuidara. Pero el día en el que se hizo mujer, todo cambió para ella. Fernanda despertó su don, y el mundo, gris se llenó para ella de color, aunque no de tonos alegres. Todo era púrpura, naranja y rojo, colores amenazadores, aterradores y pesadillescos. Fernanda abrió los ojos por vez primera y comprendió que existía un mundo más allá del nuestro, un plano en el que las almas de los difuntos seguían viviendo tras dejar atrás sus cuerpos.
Siempre había creído que, al morir, su alma iría al más allá a reencontrarse con sus padres. Pero descubrió que los muertos no son algo afable y divertido, ni que todas las almas cruzan al lugar donde han de reencontrarse con sus familiares. Algunos muertos son seres depravados, sombras que transitan entre los mundos, demasiado resentidos con la realidad para alejarse de ella. Eran precisamente esas almas tortuosas las que pronto se convirtieron en sus amigos. Le susurraban historias de tiempos inmemoriales, oscuras narraciones que compartían un rasgo común: la venganza.
Aquel nuevo sentimiento la obsesionó. Deseó que todos pagaran por los padecimientos que ella había tenido que sufrir. Por eso, el día en el que conoció a Metzonalli en mitad de las tinieblas nocturnas, su vida se iluminó más que en ningún otro instante.
—Tú eres la elegida para abrir la puerta —susurró la antigua sombra. —Debes encontrar el ritual y romper el velo que separa ambos mundos para que los muertos podamos transitar la tierra que nos fue arrebatada. —Hablaba con una voz rasgada y vibrante que helaba el corazón de la muchacha. —Durante Micailhuitl, ambos mundos se tocarán. Será tu momento, Fernanda. 
Desde ese instante, el ritual se convirtió en la prioridad de Fernanda. Después de todo, ¿qué derecho a existir puede tener un mundo despiadado capaz de arrancarle a una niña inocente hasta la última de sus lágrimas? Con la ayuda de su mentora fantasmal, Fernanda reunió todos los ingredientes necesarios. Los huesos de unos enamorados fallecidos en su noche de bodas, crisantemos nacidos en un cementerio sin consagrar, la calavera de un séptimo hijo y velas a medio consumir de una misa de todos los santos.
Fue a la pequeña capilla de una hacienda abandonada no muy lejos de la aldea. Entró al desvencijado edificio a través de un amplio ventanal cuyos cristales habían sido hecho añicos hacía tiempo, y el cual la indómita naturaleza había reclamado por derecho propio, como atestiguaban las enredaderas que cubrían sus paredes desconchadas.
Fernanda recorrió un pequeño pasillo que discurría a través de hileras de bancos de madera podrida y llenos de excrementos de roedor y alcanzó el pequeño altar, que estaba cubierto con un paño empercudido. El pequeño sagrario de madera que presidía el lugar carecía de puertecita; alguien parecía haberla arrancado en un afán claramente profanador. A Fernanda, no le importaba. Todo cuanto ella necesitaba era el edificio y el altar sobre el que dispuso todos los elementos del hechizo tal y como Metzonalli le indicó.
A la orden de la sombra, Fernanda comenzó a recitar las palabras en el antiguo idioma Náhuatl, invocando a los antiguos dioses del territorio, implorando que escucharan su súplica y permitirieran que ambos mundos se convirtieran en uno solo. El templo se llenó de seres oscuros, espíritus que sobrevolaban la bóveda a medio derruir entre aullidos y gritos de dolor o furia. Sin previo aviso, y sin que la chiquilla se lo esperara, Metzonalli entró en el cuerpo de Fernanda dispuesto a poseerlo.
Entonces, la oscuridad de aquel templo mancillado se lleno de luz, y, ante el altar, un nuevo espíritu tomó forma: la madre de Esperanza.
—Mi pobre hija —dijo entre sollozos. —Lo siento tanto… Siento marcharme antes de tiempo y no poder cuidarte, pero siempre te vi desde la otra vida y me sentí muy orgullosa de ti. Porque tuviste el coraje de convertirte en una maravillosa mujer. Hija mía, ¿no te das cuenta de lo que estás haciendo? Solo porque algunas personas sean malas contigo, no significa que todo el mundo merezca morir. Es cierto que hay personas oscuras. Pero también existen seres llenos de luz, que se dejan la piel cada día por hacer sonreir a los demás, por defender a los indefensos. Hija, detén esta locura. No eres mala persona.
Fernanda escuchó a su madre entre lágrimas, sintiendo que, cada vez más, perdía el control de su cuerpo. Sabía que era demasiado tarde para volver atrás. Metzonalli le había engañado, tomaría su cuerpo y terminaría el ritual. Por eso usó su última voluntad para ejercer el mayor de los poderes, el perdón. Se clavó la daga en el pecho, y, mientras abandonaba la vida llevándose con ella las posibilidades de finalizar el ritual, se sintió, por fin, en paz.

domingo, 1 de julio de 2018

Morir solo


¿Merecen las buenas personas morir solas? Esa era una cuestión que siempre le reconcomía la cabeza a Blackbird. Le revoloteaba insistentemente como una pesada mosca en verano. Desde luego, ¿quién era él para juzgar si alguien merecía o morir? ¿O para decir quién era buena persona o no?

Aquellos pensamientos eran especialmente recurrentes en mitad de las madrugadas. Llegaban a su dormitorio y le arrancaban el sueño a zarpazos, como una bestia voraz. Al final, desistía en su intento de volver a zambullirse en los mundos oníricos y se levantaba de la cama dispuesto a hacer algo más provechoso que dar vueltas en el colchón. De camino a la sala de estar, pasó por el umbral del dormitorio de su madre. El cuarto estaba vacío. Y así permanecería para siempre. Su madre jamás volvería a ocuparlo.

Murió sola en mitad de una multitud. Porque estar en mitad de un bullicio no es lo mismo que estar acompañado. Allí, en mitad de aquel gentío, nadie conocía a Laura Blackbird. Nadie sabía que le gustaba el olor de las naranjas al pelarlas. A nadie le importó cuando cayó al suelo, la vida derramándosele por los agujeros que las balas le habían abierto en el vientre y el pecho. Tampoco nadie se preocupó por descolgar su cadáver cuando apareció, putrefacto y desnudo, colgado de los muros del castillo, con un cartel donde podría leerse la palabra «monstruo» sujeto a su cuello con una cuerda raída. La imagen del cadáver de su madre, maltratado por las inclemencias del tiempo y los asaltos de las hambrientas alimañas de la ciudad, oscilando como si fuera un esperpéntico péndulo, aún torturaba a Jay.

Para tratar de evadirse de aquellos horribles recuerdos, Jay encendió la radio. Sintonizó la emisora del gobierno de la ciudad, en la que dos teólogos discutían la precisión de las fechas en las que se habían instaurado las celebraciones religiosas y el significado e impacto de las mismas en la sociedad del momento. «Dioses… » se dijo Jay a sí mismo. «Como si les importásemos lo más mínimo.» Giró la ruleta del novedoso receptor radiofónico que su madre le había regalado por su último cumpleaños, en busca de alguna otra emisora que le ofreciera algún entretenimiento más ameno. Cuando la aguja marcó la frecuencia de la emisora de la Pitonisa Azul y escuchó que alguien hablaba a través de aquella estación que él creía extinta, el corazón le dio un vuelco.

—Porque no podemos seguir consintiendo que los de arriba nos traten como a escoria. Porque cada día importa. La de nuestros hijos, padres o familiares. Pero también la de nuestros vecinos, amigos o conciudadanos desconocidos. Porque el pueblo no es nada cuando no nos preocupamos por los demás, pero juntos, somos la mayor fuerza conocida. Por eso, queridos camaradas, os insto a luchar por vuestros derechos. ¡Ya está bien de aguantar el pesado yugo de la aristocracia en silencio! ¡Es la hora del pueblo!

Aquellas palabras pronunciadas por un desconocido a altas horas de la madrugada inflamaron el alma de Jay Blackbird. Tenía razón. Ya era hora de actuar. Su madre importaba. No estaba sola, le tenía a él. Sin dilación, se puso el abrigo y la bufanda encima de la camiseta vieja y los pantalones que usaba para dormir, se calzó las botas y se enfrentó al  frío nocturno para dirigirse al almacén abandonado donde aquella voz anónima citó a todos los que desearan plantarle cara a los déspotas que les gobernaban.

Caminó entre las brumas de la noche, donde los hedores de las cloacas se entremezclaban con los miasmas de las plantas de producción donde trabajaban como esclavos la mayoría de los habitantes de la ciudad a cambio de una miseria con la que pagarse un techo que se caía a pedazos y un trozo de pan duro. Las lámparas de gas iluminaban el empedrado de la calle lleno de charcos de barro y excrementos de caballo. Algunos carruajes aún cruzaban la ciudad, quebrando el silencio nocturno con los cascos de los animales trotando a través de aquella noche de luna creciente.

Cuando llegó al almacén, sus temores se disiparon. Pensaba que aquello pudiera ser una trampa para acabar con aquellos no simpatizantes con el régimen. De ser así, no le hubiera importado, pues sentía que no le quedaba nada por lo que luchar. Pero no era así. Aquello estaba lleno de hombres y mujeres dispuestos a cambiar el mundo. Era la hora de la revolución. No, nadie merecía morir solo.

domingo, 2 de octubre de 2016

La mujer que renunció a su humanidad

Las ruedas chirriaban en el silencio de la noche mientras Anne las empujaba por la tierra humedecida por el rocío. Era ese, y el cantar de las chicharras, los únicos sonidos que quebraban cada noche el silencio de aquel parque fantasma, lleno de vida durante las horas de sol.  Aquel chirriar había acompañado a Anne durante los últimos diez años.

Anne empujaba un carro de la compra oxidado porque no tenía otra opción. En aquel carro se encontraba todo lo que era Anne. Ropa vieja recuperada  de los contenedores, latas de comida caducada que todavía podría servir para combatir el hambre y cientos de recuerdos quebrados. Pero lo que no contenía aquel carro, ni tampoco Anne, era vergüenza ni autocompasión.

Las circunstancias de la vida la habían expulsado de la sociedad. En un mundo cada vez más despiadado, a nadie le importaba que una mujer fuera despedida del trabajo por quedarse embarazada. Ni que el supuesto amor de su vida la abandonara por no estar  preparado para formar una familia. Tampoco a nadie le importaba que Anne no  pudiera hacer frente a un alquiler, que nadie le diera una oportunidad por ser una futura madre soltera y que por ello acabara tirada en la calle como un perro callejero. Sin embargo, lo que menos le importaba a la gente de todo aquello, quizás porque preferían no saber o no sentir, era lo que había quebrado el alma de Anne para toda la eternidad.

Una fría noche de invierno, entre cartones, al calor de una fogata alimentada por una silla vieja hecha pedazos, Anne tuvo su primer encuentro con el odio encarnado. Ella solo dormía, no le había hecho daño a nadie. Pero tres desalmados decidieron divertirse a costa de una inocente. Lo único que ella notó fue que la arrancaban de sus sueños a puntapiés. Aquellos tres seres que no merecían ser llamados humanos le apalearon y patearon, incluso uno de ellos, en varias ocasiones, le golpeó con una barra de metal. Cuando se cansaron, o quizás cuando aquello perdió la inexistente gracia que para esos dementes pudiera tener, se marcharon sin más.

Anne se quedó allí tendida, inmóvil, inexpresiva. Una cáscara vacía, inerte y quebrada. Pero por dentro, Anne bullía. El miedo la devoraba por dentro como un parásito frenético. Las heridas de los golpes recientes palpitaban, llenándola de dolor y reclamando atención como un niño malcriado. Pero lo que más le dolía en aquel momento eran la sensaciones de indefensión y de injusticia que todavía la apaleaban desde dentro. Pero ahí no acabó su tortura.

El día siguiente, gobernado por el viento y la lluvia que calaba hasta los huesos, en un cajero abandonado, el hijo de Anne dejó este mundo sin siquiera haberlo pisado. Esa criatura inocente había sido engullida por la inclemencia y la marginación, y ya jamás sabría de qué color es el cielo o cómo era la cara de su madre. Al atardecer, mientras el mundo se cubría de tinieblas, el corazón de Anne se convirtió en la negrura en sí misma cuando tuvo que parir a su hijo muerto sin ayuda de nadie. Lo sostuvo en brazos, sin vida, cubierto de sangre, y observó sus facciones casi formadas. Y lloró.

Anne pensaba en su hijo todos los días. Pero había aceptado la situación. A veces, hasta se alegraba de que el pequeño no tuviera que haber vivido en aquel mundo rabioso dispuesto a devorar todo lo bueno. Lo único que el pequeño había conocido era el amor de su madre. El cariño inconmensurable que la mujer había sentido en el momento en el que había estado segura, antes incluso de ninguna prueba o de que ningún médico se lo dijera, de que su pequeño ya vivía en su interior. Su hijo tenía que saber que el amor de una madre es como una pradera bañada por el sol en verano, hermosa, sin mácula alguna, sin límites. Un terreno cálido y embriagador que invita a la libertad, a la alegría y a la vida. No en vano su corazón había sido, durante un tiempo, el corazón de su hijo, y cuando el pequeño tuvo el suyo propio, ambos bailaron al unísono.

Anne también había aceptado su nueva vida mucho tiempo atrás. Aquel carro oxidado lleno de basura era, igualmente, un monumento a la libertad. Ahora estaba fuera de la sociedad .  Había renunciado a su condición de humana. Ahora, era mucho menos,  y a la vez, mucho más.

Fue empujando aquel carro cuando Anne cayó al suelo. Los años en la calle cada vez se notaban más. Los días sin comida y sin una cama en la que descansar plácidamente la habían destrozado. En ocasiones, su cuerpo no podía más y su mente se desvanecía.

-Anne... -escuchó, aún en sueños, -Anne.

Cuando abrió los ojos, vio esos ojos naranjas que tanto habían visto con una enorme pupila negra en la que casi podía verse reflejada. Las plumas negras, verdes y moradas del animal eran majestuosas. Anne nunca había entendido cómo las estúpidas personas podían llamar a criaturas tan bellas ratas del aire. ¡Además, como si ser una rata fuera un insulto! Si de verdad querían faltar, deberían haberlas llamado personas del aire.

-¡Anne! -graznó de nuevo Sorko, una de las palomas del parque.

La primera vez que Anne había escuchado la Voz de un animal, pensó que algo había hecho clic en su cabeza.

-¡Mierda, se me ha terminado de ir! -fue su reacción inmediata.

Sin embargo, ya había entendido que simplemente, había aprendido a escuchar. Las personas habían olvidado cómo se hace porque no les importa lo que los animales tengan que decir. Solo piensan en su especie y la opinión de los animales es simplemente obviada. Por eso, con el paso de las generaciones, los humanos simplemente habían perdido la capacidad de escuchar a los animales.

La soledad había hecho que Anne fuera capaz de despertar este don ancestral. Y cómo lo agradecía. Los animales eran mucha mejor compañía. A veces, era divertidísimo escuchar lo que les pasaba en su día a día desde una óptica tan diferente. Anne pasaba las horas absorta escuchando a ratas hablando de sus cientos de hijos (¡se sabían el nombre de todos ellos, y también el de casi todos sus nietos!), a gorriones reunidos en sus multitudinarios coloquios para comentar los mejores puntos de migas de la ciudad, a los gatos del parque, llenos de una sabiduría milenaria. 

Eran los gatos los animales más fascinantes y los que menos hablaban pero que más tenían que decir. Era solamente necesario mirarles a los ojos para darse cuenta de todo lo que un gato encierra en su interior. Eran animales serios, sensatos y muy analíticos. No había ni un movimiento, ni una palabra que no estuviera estudiado, pensado, casi coreografiado. Eran seres de perfección absoluta.

Pudiera parecer que, por su condición de depredadores, fueran los animales más odiados y temidos del parque. Pero la realidad era muy distinta a esa. Los animales no conocían ni el odio ni el miedo.

Los animales eran muy conscientes de lo que ellos llamaban las reglas de la vida. Las reglas de la vida dictaban que un animal tenía el derecho de devorar a otro siempre y cuando este fuera cazado en condiciones de igualdad. Cuando un gato cazaba a un gorrión, era costumbre que este se acercara a uno de sus siguientes coloquios para inclinarse ante los de su especie. No para pedir perdón, pues no había nada que sentir ni nada que reprochar, sino para agradecer el sacrificio y honrar a los demás gorriones, para celebrar que ellos existan y que él, gracias a ellos, pueda también existir. Esa era la verdad máxima para los animales: Existes porque alguien más existe.

Anne había aprendido que ella seguía existiendo porque todos esos increíbles seres existían. Allí, en aquel parque, se sentía una más, se sentía en casa.

domingo, 31 de julio de 2016

Vuelo Nocturno

El monstruo medía al menos quince metros de largo. No tenía alas ni extremidad alguna, como toda sierpe, pero flotaba en el aire como si fuera un ser etéreo e inmaterial. Su cuerpo serpentino estaba lleno de escamas plateadas que reflejaban la luz artificial de las farolas de la calle. Sobrevolaba los edificios con agilidad sobrenatural, esquivando frisos, toldos y carteles. La enorme cabeza era similar a la de una culebra, pero en la frente le crecían dos astas del color del bronce viejo.

Hilaís la perseguía como tantas otras veces había hecho con bestias similares. Había perdido la cuenta de cuántas vidas nauseabundas habían segado sus manos. En cuántos monstruos había hundido la plata ritual de su mandoble y su arpón. Y cuántos amigos habían caído en el camino. Después de todo, ser un Custos no era un trabajo fácil, y ser un ayudante de Custos lo era aún menos.
Los Custodes habían protegido a los humanos desde los tiempos en las que aún habitaban en las cavernas. Tiempos que ya no se recuerdan, de los que hemos olvidado muchas cosas. Cuentan que los hombres conquistaron la noche con la invención del fuego. Sin embargo, antes del fulgor carmesí, no estábamos indefensos.

Aquel monstruo que sobrevolaba la estación de trenes de Sainte Clémence no era el primero que llegaba a nuestro mundo. Ni tampoco sería el último. Desde que nuestra realidad existe, hemos recibido la visita de un sinfín de criaturas dispuestas a devorar cuanto encontraran a su paso. Puede que en la cadena alimentaria de la realidad estuviéramos en la cúspide, pero, ¿y si hubiera otras cadenas superiores a esta?

Sin embargo, no todas las criaturas eran malignas. Los Custodes, con el tiempo, habían aprendido a convocar a seres de otros planos a los que pedir ayuda para combatir las amenazas que asolaban su mundo. Eluberyel era uno de ellos.

El ave poseía un plumaje rojo y dorado que brillaba en la noche con la intensidad de un pequeño sol. Era mucho más pequeño que la sierpe voladora, pero de extremo a extremo de sus alas medía unos seis metros. Le rodeaba un halo luminoso rojo, y de vez en cuando de su mismo interior brotaba una llamarada. El animal contaba con poderosas garras y un pico capaz de desgarrar el metal, y sus ojos dorados podían ver en la noche con total claridad. Pero la cualidad más notoria de aquella criatura residía en su interior.

Eluberyel poseía el conocimiento de una criatura que ha vivido mil vidas. El saber de alguien que ha visto el primer amanecer y la paciencia de quien sabe que verá el último. Sabía los nombres verdaderos de Todo, y había surcado cielos que ya ni siquiera existen. Eluberyel había ardido y surgido de sus propias cenizas tantas veces que no existían números suficientes para poder contarlas.

Sobre la grupa del fénix, de pie, viajaba Hilaís. De los cuarenta y dos años que había cumplido el último octubre, se había pasado treinta combatiendo contra las criaturas invasoras. A los doce años despertó su Visión, y pudo contemplar los horrores que hasta entonces habían estado reservados para las más oscuras pesadillas. Poco después de empezar a ver cosas extrañas, habían aparecido en el umbral de su puerta esos dos tipos raros con chaqueta para llevárselo en un coche rojo inmoralmente caro.

Lo que más le dolía a Hilaís de aquella época era la poca negativa de sus padres para que aquellos tipos se lo llevaran. Es más, parecían casi estar encantados con la idea, como si se quitaran un peso de encima. Es verdad que nunca había tenido una buena relación con ellos. Hasta los siete años, la mayor parte del tiempo la había pasado con su abuela, ya que sus dos progenitores trabajaban. Cuando ella murió, se quedó en casa, solo, sin más compañía que la de los libros de la biblioteca de su padre.

Hilaís también tenía una hija, pero hacía ya mucho tiempo que apenas tenía relación con ella. Desde que se divorció de su mujer, cada vez había sido más difícil poder pasar tiempo con la pequeña hasta que, cuando tenía nueve años, su ex mujer se la llevó a otro país. Desde entonces solo hablaba con ella por teléfono. Al principio, una vez al día. Luego, un par de veces a la semana. Finalmente, todo quedó en una llamada muy de vez en cuando. Cada vez que hablaban la situación se volvía más incómoda para los dos. Eran dos desconocidos fingiendo conocerse. No es que Hilaís no quisiera a su hija, pero desconocía tantas cosas sobre ella que no sabía cómo abordar sus conversaciones. Y la niña apenas había pasado tiempo con su padre, por lo que cada vez más, lo percibía como a un extraño. Además, la última vez que habían hablado por teléfono había llamado papá a ese cabrón de Bill, el tipo por el que su mujer le dejó.

Pero ahora nada importaba. Solo el aire cortando su rostro mientras surcaba la noche sobre Eluberyel. Solo la sierpe que, con su cola, había roto ya varias ventanas y que, cuando tuviera hambre, entraría sin miramiento en alguna casa para arrancar a alguna persona inocente de la comodidad de su cama. En esos instantes no era Hilaís Xanders, era un Custos, un Guardián del Umbral.

-¡Sierpe! -gritó al monstruo al que perseguía. -No perteneces a este mundo.

El animal siseó y aumentó la velocidad de su vuelo. Hilaís agitó las riendas del fénix para poder alcanzar a la serpiente. Apuntó con el lanza arpones al lomo de la criatura y disparó.

Una descomunal saeta silbó en la noche, y la sierpe lanzó un grito escalofriante que hizo que las alarmas de varios coches se lanzaran en una arrítmica sinfonía cuando la punta de plata del arpón la atravesó. Del otro de extremo, una cadena, unía a ambas bestias voladoras.

Hilaís soltó las riendas de Eluberyel y comenzó a caminar por la cadena como un habilidoso acróbata. La sierpe viró, cambió la trayectoria varias veces y se lanzó en picado para desestabilizar al hombre, pero esa no era la primera vez que Hilaís se enfrentaba a una criatura en el aire y, usando manos y piernas, pudo mantenerse en el aire sin problema. A medida que se acercaba, la criatura se retorcía más y más, y. cuando Hilaís se encontraba a un par de metros de distancia, partió la cadena de un fortuito coletazo.

Hilaís se agarró lo más fuerte que pudo, y la cadena se balanceó sobre una amplia avenida llena de coches. La cadena, en su vaivén, se dirigió contra la fachada acristalada de un edificio de oficinas, pero Hilaís amortiguó en golpe con sus piernas. Escaló por la cadena hasta llegar a Eluberyel y se colocó de nuevo en la grupa del animal. Accionó una manivela para recoger la cadena y reanudó el vuelo en busca de la sierpe.

En ese momento, Hilaís pudo escuchar cómo algo escupía a su espalda e, instintivamente, hizo que Eluberyel virara a la izquierda para esquivar un proyectil de ácido proveniente de la sierpe, que ahora no era la cazada sino la cazadora.

Se acercó por detrás al fénix y le lanzó una dentellada a la cola. Le arrebató varias plumas que, tras escupirlas, se deshicieron en esquirlas brillantes en el cielo nocturno.

Hilaís controló al animal para que cayera en picado, y la sierpe se zambulló tras ellos contra el mar de asfalto que se extendía bajo ellos. Mientras caían como dos meteoritos rojo y negro que danzaban en los aires nocturnos, Hilaís podía notar el viento arañándole la cara, agitando su ropa ignífuga, silbando junto a sus oídos melodías olvidadas. El corazón le palpitaba con vehemencia, marcando el compás frenético de un tambor de guerra.

Cuando estaban a punto de estrellarse contra la carretera, Hilaís dio un súbito tirón a las riendas de Eluberyel, y el animal describió un giro imposible que le hizo subir de nuevo, cruzándose en su camino con la sierpe de retorcidas astas. Fintó a la derecha en un habilidoso aleteo y esquivó la furiosa dentellada de la bestia serpentina, momento que Hilaís aprovechó para girar como un habilidoso bailarín a la par que desenfundada su mandoble argénteo. De una acometida, hundió la espada en el lomo de la sierpe, la deslizó por ella un par de metros, como el dedo de un amante por la espalda desnuda de una joven, y la extrajo de un tirón para alejarse en dirección a las nubes.

La sierpe gritó con fuerza al notar cómo la plata se infiltraba en su cuerpo viscoso, y gritó aún más cuando salió de él como una paloma al abandonar un funesto campanario. No pudo controlar la inercia de su planeo y se estrelló contra el asfalto, recorriendo varios metros y destruyendo el firme a su paso. En su estrepitosa caída, la sierpe volcó varios coches, y la noche se llenó del estruendo del metal, del canto de miles de cristales quebrados y del ulular de las alarmas.

Lejos de sentirse derrotada, silbó, agitó la cola amenazadoramente y emprendió de nuevo el vuelo. Cuando despegó, una lluvia de sangre negra brotó de la herida.

Cientos de luces comenzaron a encenderse y a disipar las tinieblas nocturnas, e Hilaís supo que tendría que alejar de allí a la bestia o la próxima sangre en regar la ciudad sería roja. Eluberyel graznó con su poderoso cantar y brilló con fuerza en los aires como un rojo cometa, lo que hizo que la sierpe no pudiera evitar abalanzarse contra el ígneo monstruo alado.

Hilaís buscó en la bolsa deportiva que tenía atada sobre el lomo del animal y tomó una escopeta recortada. Sabía que las balas de plata no funcionaban contra los invasores, pues la moderna pólvora causaba una inexplicable reacción que hacía que estas no penetraran en sus cuerpos, pero los cartuchos cargados con ancestral sal de roca, desde la distancia adecuada, causaba estragos. Especialmente cuando esta había sido bendecida dentro de un círculo ritual.

-¡Vamos, ven aquí! -gritó Hilaís, invitando a la criatura a seguir el encarnizado combate.

El animal siseó mientras aumentó su velocidad. Poco a poco iba ganando terreno, y se acercaba peligrosamente. Hilaís había puesto rumbo a un estadio de fútbol cercano. A esas horas de la madrugada, el sitio sería perfecto para acabar con la amenaza sin causar más daños materiales, y sobre todo, para no causar ninguna víctima.

La sierpe volaba tras Eluberyel. Flotaba en el aire a escasos metros, Hilaís podía oler su apestoso hedor. Agitó de nuevo las riendas, pidiéndole a su compañero alado que volara más rápido, pero el animal ya había alcanzado su velocidad máxima. La sierpe acabó alcanzando al fénix. Ambas bestias volaban en paralelo, uno encima del otro, como dos luminarias que surcaban la noche estrellada. Eluberyel aprovechó para atacar a la sierpe con sus afiladas garras, pero la escurridiza criatura esquivó los ataques y aprovechó para  clavar sus astas en el vientre del ave.

La cornamenta de la sierpe entró en el cuerpo del fénix como dos sádicos cuchillos, y esta gritó triunfal al sentir cómo la sangre hirviente del animal empezó a caer sobre ella como un diluvio dador de vida. Agitó la cabeza con violencia, para mover las astas y causar aún más dolor al gigantesco pájaro.

Eluberyel comenzó a graznar desesperadamente. Consiguió hundir a ambos lados del lomo de la sierpe los cuchillos que formaban sus garras, y trató de librarse del agarre de las astas que rasgaban y dañaban sus entrañas. Ambas bestias comenzaron a girar en el cielo violentamente, e Hilaís no pudo aguantar más sujeto a su montura y salió despedido a gran velocidad.

Así, a la luz de la luna menguante, las estrellas interrumpieron su sueño por culpa de los rugidos de dolor de aquellos seres ancestrales. Los tres caían contra la tierra una vez más. La sierpe y el fénix, atrapados en su macabro abrazo, penetrándose y desgarrándose el uno al otro en un éxtasis de rabia, pasión y dolor. Hilaís, por su parte, caía en picado, desvalido, indefenso, preparándose para encontrar la muerte entre los edificios de cristal y hormigón y los habitantes que había intentado proteger.


lunes, 1 de junio de 2015

El Ritual

El Ritual

Arcturus se sentía inquieto. Aquella noche cambiaría su destino. Cambiaría el mundo. Lo cambiaría todo. Su respiración, frenética y trepidante, competía con la del caballo sobre el cual cabalgaba, y con los cascos del animal que trotaba por el camino polvoriento. Los jirones de su manto escarlata danzaban en el viento bañados por la luz de la luna llena y las estrellas que titilaban en el cielo.

Miró al horizonte, y al final del sendero que dividía en dos la espesura forestal teñida de negro pudo divisar su destino. Una torre sencilla, de piedra gris, coronada por un tejado de madera a medio pudrir. Tenía ventanas pequeñas, del tamaño justo para dejar entrar el aire y a la vez retener los secretos que en su interior cobijaba. El portón de acceso era amplio y estaba custodiado en cualquier momento del día y de la noche por cuatro soldados armados hasta los dientes.

Arcturus conocía bien a los tipos de su calaña. Eran mercenarios, gente sin escrúpulos, sin valores y sin mayores metas que amasar dinero. Precisamente por eso eran perfectos para vigilar aquella entrada. No hacían preguntas, ni sentían interés o curiosidad por aquello que guardaban. Se les encomendaba una tarea y la cumplían con una gran eficacia. Cuando llegó hasta su posición, dos de ellos le cortaron el paso.

-¡Alto! -le espetó uno de ellos. Iba cubierto con una armadura de cuero rudimentaria y curtida en el combate, y tenía el pelo y la barba oscuros, largos y desaliñados. -¿Quién va?

El otro, con la cabeza afeitada y una armadura similar a la de su compañero, no hablaba, se limitaba a sostener una pica apoyada en la tierra y a observarle con paciencia.

Arcturus desmontó de un salto y se retiró la capucha que le cubría la cabeza. Los guardias lo reconocieron inmediatamente y adoptaron posturas más relajadas.

-Excelencia, disculpadnos, no le habíamos reconocido con el rostro cubierto -dijo el tipo de la cabeza afeitada.

-¿No veis acaso los colores del Círculo en mis ropajes? -preguntó con escepticismo.

-Si me permitís el atrevimiento, señor, un manto escarlata no es garantía de identidad alguna. Cualquier intruso podría presentarse ante estas puertas, incluso en estas horas de la madrugada, llevando ropas semejantes. Nuestra misión es velar por la seguridad de la torre y de todos los que se encuentran en su interior, tal y como nos ha encomendado la Sacerdotisa Cadwaine.

Arcturus resopló impaciente. No tenía ganas de discutir con esos tipos, y en el fondo tenían razón. Solo hacían su trabajo, e intentaban hacerlo lo mejor posible.

-Gracias, soldados. Si me lo permitís, voy a entrar. Tenemos cosas que hacer.

-Por supuesto, Excelencia. Entrad, por favor -dijo el tipo de la barba, y ambos se retiraron para que pudiera pasar.

Arcturus le entregó a uno de ellos las riendas de su caballo para que lo condujera a los establos y se dirigió hacia el portón. Los otros dos guardias permanecían uno a cada lado de la entrada, sosteniendo con ambas manos sus picas y con la mirada perdida en el horizonte. 

Cuando cruzó el umbral ni le dirigieron la palabra, como si fueran dos estatuas de piedra inerte en lugar de personas.

El interior de la torre era tan rudimentario como el exterior. El suelo, las paredes y los peldaños de las escaleras estaban hechos de bloques de piedra unidos entre sí con argamasa. En las juntas de la roca crecía el musgo, y la torre entera hedía a humedad como una cueva a la que jamás entra aire limpio. Arcturus subía los peldaños de forma enérgica, casi ansiosa. Estaba expectante ante lo que le depararía aquella noche.

-Estábamos esperándote -anunció una voz cuando por fin subió todos los peldaños del antiguo edificio y llegó a la sala que se encontraba en la cúspide. -Arcturus Machel, maestre del Círculo de Cerridwen, bienvenido a la Atalaya.

Aquella voz pertenecía a una mujer que pasaba la treintena, cuya mirada se encontraba perdiendo la candidez de la juventud. Sus cabellos cobrizos comenzaban a salpicarse por la plata de las canas, lo que le daban cierto aire de sabiduría. Vestía las mismas prendas carmesíes que Arcturus, al igual que los otros presentes en la estancia.

-Cadwaine Brizna Danzante, Gran Sacerdotisa del Círculo y Madre de todos nosotros. -contestó a las palabras de la mujer. -Hermanos. Siento la tardanza, pero los astros complicaron mi viaje. Me regocija poder encontrarme de nuevo con todos vosotros. Al fin ha llegado la noche en la que todos nosotros trascenderemos. El Alba brilla en el Este.

-¡Y su fulgor nos baña! -gritaron todos los presentes en la sala al unísono en respuesta.

Contando a Arcturus y a Cadwaine, en aquella sala se encontraban veinticinco personas. Eran de diferentes procedencias, y de diferente edad. Pero todos ellos tenían algo en común, sus prendas y su determinación. Vestían el manto escarlata característico de la orden, y la mayoría llevaban los rostros cubiertos. Además de Arcturus y Cadwaine, los que dejaban ver su rostro eran Claire Dupont, la cultista más joven de la orden, Tobias Blacksmith, un muchacho idealista, soñador e ingenuo de cabellos del color del trigo y ojos celeste, y Alexandro Delalba, un hombre ya entrado en los cuarenta con entradas incipientes y el rostro cubierto por una fina capa de barba gris y negra.

Todos los presentes estaban dispuestos en semicírculo alrededor de siete marcas dibujadas en el suelo. En cada una había trazado un símbolo arcano que representaba cada uno de los pecados capitales. De las paredes colgaban velas a medio derretir que llenaban la estancia de luces y sombras con sus fuegos danzantes, e incensarios cuyos humos aromáticos ayudaban a los presentes a concentrarse y a preparar su energía para el ritual que estaba por desarrollarse.

Arcturus y Cadwaine tomaron posición en el centro del semicírculo, entre las marcas rituales trazadas con tiza.

-Hijos míos -dijo Cadwaine casi en un susurro. -Ha llegado el momento decisivo. Esta noche convocaremos al Príncipe Agitador y lo doblegaremos a nuestra voluntad. Gracias a su poder crearemos en el mundo un nuevo orden, una nueva religión y una nueva sociedad. Instauraremos el gobierno de los justos y los sabios, y la humanidad trascenderá hacia un nuevo estadio. Pero para ello... Siete inocentes se sacrificarán esta noche por el bien de los demás.

-¡No! -gritó Tobias, incapaz de reprimirse. -¡Debe de haber otra forma de hacerlo! ¡No tenemos derecho de elegir quien vive o muere!

-¡Cállate, necio! -le increpó Claire. -Aún no somos dioses, tienes razón. ¡Pero lo seremos! ¡Ha llegado el Amanecer, y nos elevaremos para guiar a los demás hacia una era de verdad y paz! ¡El Alba brilla en el Este! -gritó la chica con todas sus fuerzas, con sus ojos marrones inyectados en fervor.

-¡Y su fulgor nos baña! -respondieron los demás, ahogando la respuesta de Tobías.

-Hijos míos -dijo Cadwaine. Calmaos. -La mujer se acercó a Tobías y le acarició el rostro suavemente con gesto maternal. -Tobías, eres el más puro de corazón y noble de cuantos hay en esta sala. Pero también el más impetuoso e ignorante. Sé que lo que estamos a punto de hacer es aberrante y merece un castigo más que una recompensa. -Los ojos verdes de la mujer miraban fijamente los del muchacho, que parecían a punto de estallar en lágrimas. -Me conoces bien, y sabes que jamás haría algo así si pudiera evitarlo. Pero es necesario.

Las calles de nuestras ciudades están llenas de niños huérfanos que mueren de hambre, de hombres acaudalados que abusan de su poder para tratar como escoria a los más desafortunados, de personas sin un hogar que agonizan en los callejones mientras los perros hambrientos devoran los dedos de sus pies. ¿Es ese el mundo en el que quieres vivir?

El muchacho miró a la Gran Sacerdotisa por un instante, como digiriendo las palabras de esta.

-No, Madre -respondió finalmente.

De uno de los bolsillos de su túnica, Cadwaine extrajo un cuchillo en cuya empuñadura estaba tallado uno de los símbolos dibujados en el suelo y se lo entregó al muchacho.

-Esta es la llave de nuestro nuevo hogar. ¿Estás preparado para crear un mundo perfecto?

-Sí, Madre -dijo el muchacho apretando con fuerza el pomo del arma. -¡El Alba brilla en el Este!

Cadwaine se acercó a un arcón colocado en un rincón de la estancia, y tomó del mueble varios cuchillos más. Así, repartió entre los cultistas trece cuchillos adicionales, dos por cada marca en el suelo. A continuación repartió también siete pañuelos blancos, cada uno adornado con uno de los símbolos. Finalmente, a Arcturus le ofreció un espejo de alabastro, a Claire un pequeño cuenco de metal y a Alexandro una campana quebrada del tamaño de una jarra. Cuando terminó de repartir todos los utensilios necesarios, volvió al centro del semicírculo.

-Está todo dispuesto -anunció mirando a los presentes. Solo queda que entren los sacrificios. Por favor, Edmund, Lucilla, ¿podéis traerlos?

-Sí, Madre -dijeron dos de los encapuchados al unísono, y ambos se dirigieron a una pequeña sala contigua cerrada desde fuera con un pesado cerrojo. Abrieron la puerta y entraron, y momentos después salieron encabezando una funesta comitiva. La mujer encapuchada sujetaba una cadena de metal, la cual retenía a siete personas de edad y apariencia diferentes. El primero era un hombre rubio y delgado de mediana edad, seguido de una mujer voluptuosa de cabellos largos y negros, una anciana desdentada de rasgos grotescos, un jorobado disminuido, dos mozos fornidos por el trabajo en el campo y una niña.

Todos caminaban arrastrando los pies y con la mirada perdida, como si se encontraran bajo los efectos de alguna sustancia. Sin duda, Cadwaine había ordenado administrarles alguna droga previamente para anula su voluntad y que no presentaran ninguna clase de resistencia para celebrar el ritual a la perfección.

Lucilla se descubrió la cabeza, dejando a la vista su cara deformada por una terrible quemadura y sus cabellos rojos, rizados e indomables.

-Las víctimas se presentan ante el Círculo de Cerridwen -dijo con su voz aterciopelada. -Todas ellas han sido sorprendidas violando alguno de los pecados capitales, males de los hombres débiles ante el vicio. Todas ellas se reconocen como seres entregados al pecado sin salvación posible. Todas ellas están preparadas para dar su vida a cambio de un mundo mejor.

-El Círculo agradece a estas pobres almas su dedicación y su sacrificio -recitó Arcturus. La Gran Sacerdotisa alzó sus manos en el centro del semicírculo, y a su vez continuó con la oración.

-Y bendice con la Luz del Alba su existencia, a punto de ser entregada a la negrura de la noche, que vuestro fulgor sirva para derrotar de una vez por todas a los moradores de la sombra.

-Sombra que cubre el mundo de mentiras y velos. Sombras que engañan los sentidos de los débiles e ingenuos -contestaron los otros veinticuatro cultistas.

-Desencadenad a los sacrificios -ordenó Cadwaine con tono solemne. -Y que tomen posiciones.

Lucilla y otros cultistas desencadenaron a las siete víctimas, y poco a poco las fueron colocando en cada una de las marcas del suelo. Detrás de cada uno de ellos se colocó un cultista, agarrando a cada víctima por debajo de las axilas. Los encargados de sostener a la víctima llevaban sobre los hombros los pañuelos blancos bordados.

Una vez colocados, Arcturus se acercó a ellos uno por uno, y reflejó el rostro de los sacrificios en el espejo de alabastro negro.

-Este espejo es la Ventana al Abismo. Que tu alma vislumbre su nuevo hogar -repetía cada vez que reflejaba un rostro.

Repetido el proceso siete veces, volvió al centro, junto a Cadwaine. Edmund y Lucilla ya se habían colocado junto a uno de los chicos jóvenes, sosteniendo los cuchillos de la Envidia. Tobías sostenía el cuchillo de la Gula, y estaba junto a la pequeña. El cuerpo desnudo y rechoncho de la misma era un esperpento de una mujer, como un camino a medio construir. Un sendero que ya jamás llegaría a destino alguno.

-Todos habéis visto la Negrura del Ocaso. Hogar de tinieblas y sombras -recitó Cadwaine.

-Sombras que cubren el mundo de mentiras y velos. Sombras que engañan los sentidos de los débiles e ingenuos.

-Vuestro viaje empezará pronto -prosiguió la Sacerdotisa. -Recorreréis las Estancias del Umbral, y vuestro alma será engullida por la Noche para siempre. Pero la Luna guardará vuestro descanso, y seréis recordados como estrellas titilantes que aguardan el amanecer. Porque el Alba brilla en el Este.

-Y nos baña con su fulgor.

-La Campana de Vardheim guiará vuestras almas a su nuevo hogar. Limpiarán vuestro pecado y vuestra alma quedará impoluta. Al igual que la limpiarán estos cuchillos consagrados, que os arrebatarán el pecado y la vida. Seréis así almas puras sin lastre alguno, libres para ser entregadas al Abismo. Trece campanadas para quebrar el umbral y limpiar la esencia. Trece cuchilladas para preparar el viaje.

Tras estas palabras, los catorce cultistas armados con cuchillos prepararon sus armas, y Cadwaine y Arcturus comenzaron a recitar un cántico en una lengua antigua. Sin más, Alexandro empezó a tocar la campana, y los cuchillos comenzaron a hundirse en la carne de las víctimas, dos por cada sacrificio, hasta un total de trece veces.

Finalmente, Claire se acercó a cada uno de los sacrificios moribundos. Fueron rematados uno a uno, rasgando sus gargantas con los cuchillos, y la joven recogió la sangre de todos en el cuenco de metal.

A continuación le entregó el recipiente con el macabro contenido a la Suma Sacerdotisa.

-Esta sangre es el puente entre el ayer y el mañana. El pago por un futuro mejor, lleno de prosperidad y paz. Yo te convoco, Efrigis, Príncipe Agitador. Acepta estas almas y escucha nuestra voluntad.

Mientras recitaba estas palabras, Cadwaine derramó la sangre en el centro de la estancia, entre las marcas sobre las cuales yacían los siete cuerpos sin vida. Fue vertiéndola con cuidado hasta formar un círculo. Cuando el círculo estuvo completo, todas las velas de la sala se apagaron, y la sangre comenzó a brillar. Todo se iluminó de nuevo ante el fulgor del círculo rojo brillante. Y del mismo, comenzó a surgir una gran cantidad de humo espeso, una especie de niebla sobrenatural que cubrió la sala entera en apenas un minuto.

Entonces, entre la espesura gris y roja, comenzó a surgir una forma. Era alto, medía más de dos metros, y de su frente se intuían dos largas astas. Su cuerpo desnudo era musculoso y proporcionado, como una estatua helénica, y de un color tan negro como el espejo de alabastro, que se quebró en mil pedazos en las manos de Arcturus. La campana se escapó de las manos de Alexandro y, flotando en el aire, comenzó a repicar frenéticamente.

Pero lo que jamás olvidarían los allí presentes eran los ojos. Esos ojos. Efrigis tenía una mirada terrible, como la de quien te observa y lee en ti, en tus recuerdos, en tu misma esencia, como si tuviera en las manos un libro abierto. Y lo peor es que esos ojos reflejaban cuanto veían en tu interior, te lo restregaban por la cara, te clavaban tus propios pecados por el cuerpo como si fueran un millar de agujas. Era una mirada insoportable.

-¿Quiénes sois vosotros? -preguntó el demonio en tono jocoso, mirando a su alrededor esbozando una sonrisa socarrona. -Vaya carnicería -dijo para sí al mirar los cuerpos tirados en la piedra gris salpicada por la sangre.

-Príncipe Agitador, somos el Círculo de Cerridwen, y exigimos que nuestro sacrificio sea escuchado y compensado.

Efrigis miró a Cadwaine, y un escalofrío recorrió la espina de la mujer. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no estallar en lágrimas ante la mirada de aquel ser infernal.

-¿Pretendes obtener mi poder con ese sacrificio? ¿Qué clase de insulto es ese? -masculló el demonio.

-¡Demonio! ¿Osas llamar insulto a este ritual? ¡Hemos trabajado mucho para llegar a este momento!

Efrigis dejó escapar una sonora carcajada, y las paredes de la estancia temblaron y se agrietaron.

Tienes agallas para hablarme así, zorra estúpida. Veamos.

Se acercó a los cuerpos sin vida, y los inspeccionó uno a uno con parsimonia, como quien mira los productos en un mercado antes de comprarlos.

-¿Pretendes que me crea que esta gente ha muerto voluntariamente? Cerda asesina, los has drogado.

Cadwaine bajó la vista, y no supo qué contestar. No sabía qué hacer para solucionar la situación.

Arcturus se acercó a ella y la tomó de la mano. Los demás miraban estupefactos al demonio, algunos de ellos temblando, otros rezando las oraciones que sabían o arrepintiéndose por lo que acababa de pasar en aquella estancia.

-Y exactamente -prosiguió Efrigis mientras se acercaba a paso lento hacia Cadwaine -¿por qué hacéis esto?

-Mi se... mi señor... -titubeó la mujer, sintiéndose insignificante e indefensa ante aquel ser convocado. -Solo buscamos la paz, cambiar el mundo a un mundo mejor.

Efrigis rió aún más sonoramente que antes, y cayeron algunos trozos de roca del techo.

-¿Crees que asesinar a siete inocentes y convocar a un demonio, que todo sea dicho, tiene como sobrenombre Príncipe Agitador, te va a dar paz y a prosperidad? Creo que algo falla, "sacerdotisa".

Alexandro no podía aguantarlo más. Cadwaine tenía la mejor de las intenciones. Quizás lo de aquella noche había sido una aberración, pero el hombre conocía a la sacerdotisa desde que era una niña. Sabía que no era una mala persona, sino alguien con unos ideales fuertes y férreos. La fe lo era todo para ella. Por eso siempre había sabido que el Círculo no podía tener un líder mejor. Se apresuró hacia Efrigis, y se arrodilló frente a él, clavando la vista en el suelo.

-Mi señor, puede que hayamos cometido un error esta noche. Solo somos humanos preocupados por nuestros hermanos. Pero si lo que necesitáis es un alma que se entregue de forma voluntaria, llevadme a mí. Que vuestro tormento se cebe con mi ser. Dadme a conocer todos y cada uno de los castigos del Abismo, y que mi alma jamás conozca el Alba fulgurante.

Efrigis se arrodilló junto a Alexandro y le dio un beso paternal en la frente.

-Pobre criatura -dijo mientras sostenía con una mano la barbilla del hombre y clavaba sus pupilas terribles en las de Alexandro. -Si quisiera, podría llevarme todas vuestras almas con tan solo un chasquido. Tanto si queréis como si no.

Empujó a Alexandro casi sin fuerza, apenas rozándolo con un dedo, y el cuerpo del cultista voló por toda la habitación hasta que sus huesos crujieron contra un muro de la estancia. Después se incorporó, y caminó hasta colocarse de nuevo en el círculo de sangre que aún iluminaba la estancia con su brillo funesto.

-Círculo de Cerridwen. Os atrevéis a consideraros dignos de juzgar quién merece vivir y quién no. Capaces de abrir las Puertas de Alabastro y de utilizar a los de mi estirpe para cumplir vuestros designios. ¿Creéis acaso que sois más que los otros hombres? ¿Que podéis ser quienes guíen a vuestros hermanos en una transición hacia un mundo mejor?

Estúpidos ignorantes. Mientras quede un solo hombre o mujer sobre la faz de vuestro inmundo planeta, jamás existirá un mundo mejor. Porque la maldad y el vicio os componen. Sois buenos por naturaleza. Pero también sois corruptibles. Débiles. Maleables. Llegáis al mundo blancos, inmaculados, como un lienzo, y los vuestros os tiznan y ensucian sin aprecio alguno. Mientras el mundo el mundo, el hombre jamás conocerá la armonía. -Efrigis escupió ante sus pies, liberando así su maleficio. Pero aquella no fue la única maldición que los cultistas escucharon esa noche.

-En cuanto a vosotros, os merecéis el más terrible de los castigos por lo que habéis hecho esta noche. Habéis segado vidas inocentes. Habéis intentado esclavizar a uno de los Señores Negros. ¡OS HABÉIS CREIDO DIOSES, MALDITOS ENGREIDOS! Por vuestro pecado, yo os condeno.

Os despojo del derecho a la vida. Ya que os pensáis dioses, sed dioses. Por lo que también os despojo del derecho a la muerte. Os creéis los verdugos del mundo. Dignos segadores de hombres. Por esa razón, solo podréis encontrar el descanso a manos de uno de vuestros hermanos. ¿Os gusta matar? Pues habréis de daros muerte entre vosotros. Pero ni en la muerte encontraréis descanso, pues vuestra alma será absorbida por aquel que os la arrebate, y un nuevo humano ocupará vuestro lugar, por lo que vuestra guerra durará tanto como el mundo que habéis mancillado con vuestro crimen.

Habéis mostrado un desprecio profundo por los de vuestra especie. Sed pues engendros de odio. Os maldigo a despreciaros los unos a los otros, a sentir rencor por vuestros hermanos y a desear la muerte de los mismos. No podréis coexistir bajo el mismo techo ni bajo el mismo cielo sin sentir el impulso de arrebataros la vida.

Queréis poder para cambiar el mundo. Os lo ofrezco. Queréis que tome vuestras almas para saciar mis caprichos, y yo las repudio. Todas y cada una de ellas. No las quiero. Os las quedaréis, y usaréis las mismas para alimentar vuestros nuevos poderes demoníacos. Fragmento a fragmento, consumiréis vuestras almas cada vez que recurráis a vuestro poder, y cuanta más os falte, más ansiaréis devorar el alma de vuestros hermanos. Veréis que cuanto hacéis es fútil, que aún con el poder del Abismo, no sois más que moscas intentando, con su insignificante vuelo, quebrar un grueso cristal.

Tras pronunciar tales palabras, Efrigis miró a cada uno de los miembros del círculo, uno a uno, pronunciando su nombre mientras los miraba a los ojos. Acto seguido, volvió a escupir en el suelo y, antes de desaparecer entre la niebla, susurró.

-Tal será vuestro castigo.