jueves, 8 de noviembre de 2018

Micailhuitl

El viento aullaba en las calles de la pequeña aldea, recorriendo a sus anchas las calles solitarias en la madrugada. La tormenta rugía con fuerza, arrancando a menudo a los aldeanos de los brazos de Morfeo con su insistente tronar.
Al contrario que sus vecinos, Fernanda no dormía. Hacía semanas que se había encomendado a algo más importante. No tenía tiempo que perder, el Día de Muertos había llegado y todo México estaba festejando su más célebre festival sin saber que aquel día sería, para todos los mexicanos, el último. 
¡Cuánto había sufrido a lo largo de su vida! Los otros niños, los seres más crueles del lugar, habían percibido desde bien pronto que Fernanda era especial, y por lo tanto, merecedora de todo tipo de burlas. En su inmensa creatividad, sus compañeros siempre habían inventado nuevas formas de humillarla. Los profesores, por supuesto, lo habían achacado a meras cosas de críos típicas de la edad, jueguecitos sin importancia, por lo que la muchacha había tenido que sufrir estoicamente el acoso.
Sus padres habrían luchado con capa y espada por su hija, por supuesto. Pero el destino quiso que Fernanda se quedara sola en el mundo muy pronto y que no tuviera a nadie que la cuidara. Pero el día en el que se hizo mujer, todo cambió para ella. Fernanda despertó su don, y el mundo, gris se llenó para ella de color, aunque no de tonos alegres. Todo era púrpura, naranja y rojo, colores amenazadores, aterradores y pesadillescos. Fernanda abrió los ojos por vez primera y comprendió que existía un mundo más allá del nuestro, un plano en el que las almas de los difuntos seguían viviendo tras dejar atrás sus cuerpos.
Siempre había creído que, al morir, su alma iría al más allá a reencontrarse con sus padres. Pero descubrió que los muertos no son algo afable y divertido, ni que todas las almas cruzan al lugar donde han de reencontrarse con sus familiares. Algunos muertos son seres depravados, sombras que transitan entre los mundos, demasiado resentidos con la realidad para alejarse de ella. Eran precisamente esas almas tortuosas las que pronto se convirtieron en sus amigos. Le susurraban historias de tiempos inmemoriales, oscuras narraciones que compartían un rasgo común: la venganza.
Aquel nuevo sentimiento la obsesionó. Deseó que todos pagaran por los padecimientos que ella había tenido que sufrir. Por eso, el día en el que conoció a Metzonalli en mitad de las tinieblas nocturnas, su vida se iluminó más que en ningún otro instante.
—Tú eres la elegida para abrir la puerta —susurró la antigua sombra. —Debes encontrar el ritual y romper el velo que separa ambos mundos para que los muertos podamos transitar la tierra que nos fue arrebatada. —Hablaba con una voz rasgada y vibrante que helaba el corazón de la muchacha. —Durante Micailhuitl, ambos mundos se tocarán. Será tu momento, Fernanda. 
Desde ese instante, el ritual se convirtió en la prioridad de Fernanda. Después de todo, ¿qué derecho a existir puede tener un mundo despiadado capaz de arrancarle a una niña inocente hasta la última de sus lágrimas? Con la ayuda de su mentora fantasmal, Fernanda reunió todos los ingredientes necesarios. Los huesos de unos enamorados fallecidos en su noche de bodas, crisantemos nacidos en un cementerio sin consagrar, la calavera de un séptimo hijo y velas a medio consumir de una misa de todos los santos.
Fue a la pequeña capilla de una hacienda abandonada no muy lejos de la aldea. Entró al desvencijado edificio a través de un amplio ventanal cuyos cristales habían sido hecho añicos hacía tiempo, y el cual la indómita naturaleza había reclamado por derecho propio, como atestiguaban las enredaderas que cubrían sus paredes desconchadas.
Fernanda recorrió un pequeño pasillo que discurría a través de hileras de bancos de madera podrida y llenos de excrementos de roedor y alcanzó el pequeño altar, que estaba cubierto con un paño empercudido. El pequeño sagrario de madera que presidía el lugar carecía de puertecita; alguien parecía haberla arrancado en un afán claramente profanador. A Fernanda, no le importaba. Todo cuanto ella necesitaba era el edificio y el altar sobre el que dispuso todos los elementos del hechizo tal y como Metzonalli le indicó.
A la orden de la sombra, Fernanda comenzó a recitar las palabras en el antiguo idioma Náhuatl, invocando a los antiguos dioses del territorio, implorando que escucharan su súplica y permitirieran que ambos mundos se convirtieran en uno solo. El templo se llenó de seres oscuros, espíritus que sobrevolaban la bóveda a medio derruir entre aullidos y gritos de dolor o furia. Sin previo aviso, y sin que la chiquilla se lo esperara, Metzonalli entró en el cuerpo de Fernanda dispuesto a poseerlo.
Entonces, la oscuridad de aquel templo mancillado se lleno de luz, y, ante el altar, un nuevo espíritu tomó forma: la madre de Esperanza.
—Mi pobre hija —dijo entre sollozos. —Lo siento tanto… Siento marcharme antes de tiempo y no poder cuidarte, pero siempre te vi desde la otra vida y me sentí muy orgullosa de ti. Porque tuviste el coraje de convertirte en una maravillosa mujer. Hija mía, ¿no te das cuenta de lo que estás haciendo? Solo porque algunas personas sean malas contigo, no significa que todo el mundo merezca morir. Es cierto que hay personas oscuras. Pero también existen seres llenos de luz, que se dejan la piel cada día por hacer sonreir a los demás, por defender a los indefensos. Hija, detén esta locura. No eres mala persona.
Fernanda escuchó a su madre entre lágrimas, sintiendo que, cada vez más, perdía el control de su cuerpo. Sabía que era demasiado tarde para volver atrás. Metzonalli le había engañado, tomaría su cuerpo y terminaría el ritual. Por eso usó su última voluntad para ejercer el mayor de los poderes, el perdón. Se clavó la daga en el pecho, y, mientras abandonaba la vida llevándose con ella las posibilidades de finalizar el ritual, se sintió, por fin, en paz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario